CIUDAD DE MÉXICO (apro).- El PAN llega a sus
80 años que pueden resumirse en tres grandes etapas: cinco décadas de
lucha por la democracia; una más tomado por élites empresariales y
ultracatólicas, y dos finales, en las que fue partido gobernante y
asociado del PRI, hasta hundirse en la degradación.
Hace un año, por la conmemoración de los 50 años del Movimiento
Estudiantil de 1968, hubo ocasión de repasar, por sugerencia de Jesús
González Schmal –panista que fue hasta principios de los años noventa–
las posturas que fijaron en la Cámara de Diputados los panistas de la
época.
Personalmente, me gusta repasar ese episodio porque deja ver el
contraste en la actuación pública del PAN conservador de entonces, con
el PAN corrupto de los tiempos recientes.
En su origen, el PAN abrevó de las ideas de Ortega y Gasset así como
de Henri Bergson, con una influencia católica, particularmente, de la
encíclica Rerum Novarum, ampliamente estudiados en las vidas y obras de
Manuel Gómez Morín y Efraín González Luna.
Luego el PAN era, en el terreno de las ideas, aunque políticamente
anecdótico, oposición al cardenismo, a la perversión de los postulados
revolucionarios en la dictadura de partido y que, para su construcción
convocaba a intelectuales y técnicos, a un sector significativo de
católicos políticamente activos, entre estos, los sobrevivientes a la
Cristiada.
Para los años sesenta, habían florecido varias generaciones que
alternaban los planteamientos originales con reflexiones acordes a su
tiempo, y sus dirigentes mostraban apertura –señaladamente en la
dirigencia de Rafael Preciado– a ideas influenciadas, por ejemplo, por
el Concilio Vaticano II y la Encíclica Popularum Progressio, muy
reivindicada por Efraín González Morfín.
El momento resultaba alarmante para los grupos más conservadores
tanto del empresariado como del catolicismo panistas, que consideraban
aquello como un devaneo izquierdizante, algo no tan errado si bien más
moderado, porque era esa misma fuente de reflexión la que inspiraba
movimientos sociales y armados revolucionarios de izquierdas,
identificadas con la teología de la liberación.
Los discursos de Manuel González Hinojosa y José Ángel Conchello,
particularmente el 30 de agosto de 1968 –cuando exigían al gobierno de
Díaz Ordaz resolver por la vía del diálogo—y la del 20 de septiembre
siguiente, cuando presentaron un punto de acuerdo para que el Ejército
se retirara de Ciudad Universitaria, fueron claras muestras del sentido
progresista del panismo de ese momento.
El PPS que se definía de izquierdas, había acatado ya la línea
diazordacista. El PAN entonces, era el único partido de oposición,
ciertamente con modesta presencia, pero elocuentes representantes, que
se solidarizó con el movimiento estudiantil.
Fue en el PAN un momento de convergencia entre la corriente
simpatizante del Concilio Vaticano II, con los planteamientos que se
aproximaban más al pragmatismo en el asenso al poder, una corriente
encabezada por José Ángel Conchello, que entusiasmó a un sector amplio
del empresariado, a la postre apoderado del partido que iría abandonando
los planteamientos éticos conchellistas.
Creo que hasta entonces, durante gran parte de los años setenta, el
PAN y sus corrientes, necesarias como parte de un deseable pluralismo
democrático, tenían por coincidencia central –por cierto, muy parecida
tanto en lo cristiano de fondo como en la forma de expresarlo con lo que
hoy se escucha en López Obrador— la dignificación de la política y un
sentido ético de la vida pública. En mi perspectiva, fue esa su época de
oro.
De los debates internos poco quedaba para finales de los años
ochenta, cuando la Organización Nacional El Yunque, y la Confederación
Patronal Mexicana (Coparmex) asumieron el control, aceptaron
presupuestos gubernamentales y gradualmente se corrompieron, de manera
que en el salinismo fueron asociados útiles para la simulación
democrática del bipartidismo que vio su concreción en el triunfo
electoral de Vicente Fox en el 2000; a eso siguió la conducta
fraudulenta, ilegal e insalubre para la democracia de 2006 y el gobierno
sangriento de Felipe Calderón, con quien inició el absoluto
envilecimiento del PAN.
Es en esta etapa donde lo peor del PRI se asimiló al PAN con
gobernadores de presencia nacional como Rafael Moreno Valle y Miguel
Ángel Yunes, o el maniobrerismo priista y caciquil de Carlos Joaquín;
con postulaciones presidenciales desprovistas de carisma y mística, la
fatuidad y la sospecha fundada de corrupción: en 2012 con Josefina
Vázquez Mota y 2018 con Ricardo Anaya.
En síntesis, el PAN, segunda fuerza electoral –es cierto—está en
bancarrota: de lo romántico y anecdótico pasó a gobernar autoritario y
corrupto, para sumirse en el desprestigio y la irrelevancia. Partido sin
credibilidad, incapaz de contrapesar algo ni de sumarse legítimamente a
las mejores causas, ya ni siquiera entusiasma al empresariado erigido
en oposición con las propias cámaras empresariales y por la vía
ciudadana.
Acaso el PAN llega a sus 80 años, regenteando un registro que parapete individuales ambiciones pragmáticas, no más.
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