Editorial La Jornada
Ados años de los
devastadores sismos ocurridos el 7 y el 19 de septiembre de 2017, la
tragedia continúa viva para centenares de miles de damnificados en la
Ciudad y el estado de México, Chiapas, Guerrero, Hidalgo, Michoacán,
Morelos, Oaxaca, Puebla, Tlaxcala y Veracruz. En todas estas entidades
persisten recordatorios del trance que la población debió encarar, la
primera fecha en el sureste del país, y la segunda, como una dura
coincidencia con el histórico terremoto de 1985, en la capital: de
acuerdo con la Secretaría de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano
(Sedatu), 70 por ciento de los inmuebles dañados por los sismos
referidos permanecen sin reconstruir.
En el caso de la vivienda, la cifra de la Sedatu significaría que
existe un rezago en 140 mil de 200 mil inmuebles afectados en diversos
grados, donde además se registra que la mayor parte de los avances
debieron realizarla los damnificados echando mano de sus propios
recursos. Asimismo, debe recordarse que los siniestros tuvieron un
impacto particular sobre la infraestructura educativa, sector en el que
más de 19 mil planteles continúan en obras, con las consiguientes
afectaciones para los estudiantes y el personal docente y administrativo
que acude a ellos o que ha debido mudar sus actividades a sedes
alternas.
Esta exasperante lentitud en la reconstrucción de las
infraestructuras dañadas obliga a plantear dos consideraciones. En
primer lugar, que el papel de los anteriores gobiernos federal,
estatales y municipales se caracterizó por la opacidad e incluso la
simulación, pues hasta la fecha no existe claridad alguna acerca de cómo
y dónde se aplicaron los fondos destinados a la reconstrucción. Muestra
de esta opacidad se encuentra en datos como que una de cada tres
personas damnificadas no recibieron ninguna ayuda o que la pasada
administración federal reportó un nivel de avance sensiblemente inferior
al que detectaron las nuevas autoridades al recorrer las zonas
siniestradas.
Además del manejo discrecional del dinero público, la actuación de
gobernantes y representantes del periodo pasado la marcó su claro sesgo
en favor de la industria inmobiliaria, con planes de reconstrucción que
no planteaban ninguna ayuda a quienes la necesitaban, sino lo contrario:
se pretendió convertirlos en doblemente damnificados al añadirle a la
pérdida de su patrimonio la carga de una deuda a largo plazo con
constructoras e instituciones financieras.
Es evidente que las irregularidades y la agraviante indolencia de los
funcionarios anteriores significan un pesado lastre para la
administración actual, pues a las labores de ayuda debe sumarse la no
menos imprescindible tarea de enmendar los errores, detectar los desvíos
de dinero público y generar una política coherente que permita a los
afectados cerrar la herida para retornar de manera efectiva a la
normalidad. Sin embargo, no puede pasarse por alto que ya transcurrieron
casi 10 meses desde el cambio de régimen y hasta ahora gran parte de
los damnificados no ha recibido señales concretas de que su situación se
atienda con la celeridad debida, por lo que cabe hacer un llamado a que
se redoblen todos los esfuerzos y se muestre, al fin, la sensibilidad
de la que carecieron quienes se encontraban al frente de las
instituciones en el momento de los siniestros.
Es pertinente, por último, hacer mención del macrosimulacro efectuado
ayer en la capital del país, en tanto las graves deficiencias exhibidas
durante su ejecución (que incluyeron tiempos de desalojo muy superiores
a los óptimos, así como 26 personas lesionadas y fallas en el sistema
de alerta) son un recordatorio de la imperiosa urgencia de reforzar la
cultura y los procedimientos de protección civil. Nunca será excesiva la
insistencia en que los sismos son inevitables e impredecibles, pero las
pérdidas humanas y materiales que dejan se encuentran directamente
vinculadas con la preparación de una sociedad ante estos fenómenos
naturales.
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