La Jornada
El espejo que refleja las
propias carencias o miserias es, por lo regular, sumamente molesto.
Aunque, al menos en ciertas ocasiones, hay que atreverse a mirarlo de
frente. Como pocas veces, las caricaturas sobre las relaciones
México-Estados Unidos obligan a reflexionar sobre los contenidos y las
derivadas que de ellas surgen. Ver, en alguno de estos continuos
episodios, al secretario de Relaciones Exteriores de hinojos, dándole
bola a un zapato de Trump en la Oficina Oval, es atisbar al profundo
desprecio por la dignidad propia. Algo similar ocurre al ver el escudo
nacional en la manga de Trump o la patada en el trasero a un emigrante
por parte de la policía estadunidense. La dignidad del dibujante, la del
crítico y la de aquellos que aceptan su lección y se regocijan con
ella, se sienten, por derivada, alejados de la afrenta implícita. En la
triste historia de los asuntos bilaterales con Estados Unidos siempre se
llevan las cosas hasta el mismo abismo, la tontería o el ridículo.
Abismo porque nada bueno puede seguir de ese extremo; la tontería porque
no se entiende la dificultad que los tratos entre diferentes conllevan,
y el ridículo, porque la pena ajena, resultante de atisbar conductas
esquemáticas, poco matizadas, por lo general recalan en
superficialidades vergonzantes.
Es casi imposible solicitar, si no cordura o inteligencia, sí, al
menos, cierta ecuanimidad para apreciar la dimensión implicada entre
vecinos tan distintos. La crítica mediática, en tratándose de los temas
bilaterales, es reactiva, dura, intratable y, con frecuencia,
despreciativa. Muy rara vez perdona cualquier actitud que busque un
arreglo, sea este momentáneo o de largo plazo. Simplemente difumina, en
el mejor de los casos, la posible salida. O bien, el conducto planteado
aparece como una tontería. La misma negociación y propuesta a la que se
hubiera llegado en los muchos diferendos, entre los gobiernos de ambos
países, se tilda de mediocre componenda. Lo usual es que para el
analista o crítico simplista, México será –o sus representantes– el real
perdedor del caso.
La humillación es en este tipo de tratos con el exterior la
consecuencia derivada, la inevitable característica definitoria de la
política respectiva. En el fondo, aunque se diga lo contrario, no se
reconoce, por más evidente que sea, el enorme desbalance de fuerzas. Se
exige, una y otra vez, que la parte mexicana sea clarividente, sagaz,
arrojada o cautelosa. Pero no se aprecian los medios o la estrategia
seguida por el o los negociadores. La presión por la victoria y la
dignidad intocada es única regla aceptable. Se solicita también quedar a
cubierto y lleno de gloria, aunque esta pueda ser por demás efímera. En
los tratos recientes con el gobierno gringo hay, de cierto, dos rieles
para ser recorridos. Uno de enfrentamiento y el otro de cautela. A cual
más tendrá su final contradicho. La posibilidad de esquivar golpes o
dolores mayores apenas tiene cabida. En ambos escenarios el desencuentro
gubernamental con la crítica no tiene escapatoria posible. Es la
inevitable consecuencia de tener tan amplia frontera y un intercambio de
inmensa complejidad, creciente por lo demás. La exhibición de un
discurso plagado de sabiduría –casi innata– y con profundo conocimiento
del alma gringa, parece concurrido sitio de todos los moles y días. Se
da por sentado que el repentino crítico tiene probados estudios y
clarividencia en las relaciones de ambos países.
Desde la campaña electoral, el candidato, ahora Presidente de la
República, habló de saber enfrentar a su similar, el errático e
imprevisible Trump. Se trató de diferenciar de sus antecesores adoptando
una actitud que fuera a la vez que valiente, persuasiva. Rutas, ahora
se sabe, de cierto, extremadamente arduas de ensayar como actuante
política externa. Sobre todo ante un personaje que todo el mundo
contemporáneo sufre y, con el cual, optar por posturas definidas o
corajudas se torna asunto de espinoso manejo. Ahí están otros gobiernos
encharcados en el trasteo: Dinamarca, Rusia, China, Alemania, Venezuela,
Cuba, Japón, Irán, Corea del Norte y un largo etcétera.
Tal vez porque el actual sea, por propia definición, un régimen de
izquierda, lo que obliga a la crítica a rellenar con dureza posturas y
tratamiento. Sea también lo que la impulse a comportarse con mayor
exigencia o sea porque simplemente así debe ser. El caso es que la
crítica, sea proveniente de la academia, de los centros de investigación
o la misma mediática, no dará tregua, pero no evitará ver, reflejada en
el molesto espejo, buena parte de sus propias miserias o carencias.
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