Juan Ramón de la Fuente
La Jornada
México tiene una sólida tradición en materia de salud reproductiva. El concepto tomó fuerza en septiembre de 1994 durante la Conferencia Mundial sobre Población y Desarrollo en El Cairo, auspiciada por la ONU. A partir de ello, meses después, en la Secretaría de Salud transformamos el área correspondiente, que no sólo acuñaba el nombre (entonces novedoso), sino que incorporaba a la política pública un nuevo vocablo y asumía las implicaciones que representaba: nuevos derechos sexuales y reproductivos para la mujer y para la pareja. Atrás quedaba el Programa de Planificación Familiar, antecedente ineludible que tantos beneficios trajo al país y que le dio al IMSS un liderazgo mundial en la materia.
El programa de salud reproductiva en México lo encabezó un investigador de clase mundial: Gregorio Pérez Palacios. También nos apoyaron en momentos particularmente sensibles, ante los embates furibundos de grupos dogmáticos ultraconservadores, académicos de la talla de Carlos Gual, que había trabajado con el Premio Nobel de Medicina Andrew Schally, así como otros expertos de diversas instituciones médicas y universitarias. El Congreso de la Unión de esos años, aprobó los cambios jurídicos necesarios para dejar debidamente establecidos en la Constitución los nuevos derechos. Se elaboraron las normas oficiales correspondientes y se lanzaron varias campañas masivas de información y, en colaboración con la SEP, un programa nacional de educación sexual traducido a varios idiomas para las comunidades originarias. El activismo social de diversos grupos (sobre todo de mujeres) fue determinante para el impulso y la aprobación del proyecto. Cinco años después, en el año 2000, se equilibró por fin la pirámide demográfica en México. En pleno ejercicio de sus derechos, las mujeres y las parejas en nuestro país podían decidir libremente el número de hijos que querían tener y el espaciamiento que daban entre uno y otro. Esos derechos adquiridos son el resultado de décadas de activismo político, académico y legislativo.
En los años subsecuentes, algunos gobiernos estatales, de corte conservador, limitaron los recursos e interrumpieron los programas de salud reproductiva en diversas regiones del país. Violaron la ley, se privó a las mujeres y a las parejas de sus derechos y se disparó nuevamente la tasa de fecundidad en dichas zonas. El Censo de Población de 2010 así lo acreditó. Tuve ocasión de comentarlo de manera pública ante el Presidente de la República ese mismo año, durante una visita que este hiciera a la sede de la Academia Nacional de Medicina.
Pero más allá de los lapsus discrecionales de algunos políticos, a México lo distingue una tradición liberal en esta materia, que ha sido respetuosa de las libertades personales (por eso es liberal) sin incurrir en lamentables confusiones: entre ciudadanos y feligreses, por ejemplo, o entre delitos y pecados. En este contexto se defienden los derechos, no las creencias personales. Estas, aunque sean respetables, no se pueden imponer a otros. Los derechos, en cambio, no se imponen, se ejercen.
Así lo han sostenido en diversos foros de la ONU ocurridos recientemente, las diplomáticas mexicanas Flor de Lis Vázquez Muñoz y Sylvia Paola Mendoza, en coordinación con las políticas del Instituto Nacional de las Mujeres, dirigido por Nadine Gasman, respetada y querida funcionaria de ONUMujeres durante varios años. De hecho, junto con Francia, México coauspiciará el próximo año una reunión bajo el lema general de Beijing+25, para evaluar el estado que guardan estos y otros temas relacionados, a 25 años de distancia de la última Conferencia Mundial de la Mujer celebrada en Beijing. Una poderosa razón que subyace a la organización de este evento y otras actividades relacionadas es la percepción –cada vez más evidente– de una nueva embestida, que tiene como propósito retroceder en los logros alcanzados, regresar a un lenguaje pendenciero que ya había sido superado, revivir polémicas que polarizan, simular realidades atroces (aún en casos de guerra) y anteponer los dogmas a las leyes.
Se avecina un embate regresivo burdamente disfrazado. Como si la educación sexual y los derechos reproductivos estuvieran en contra de los valores supremos de la persona: su dignidad, su libertad, su autodeterminación. Al contrario, los fortalecen. Lo mismo hay que decir de la familia, tan vulnerable en estos tiempos. ¿Cómo fortalecerla y entenderla en su dinámica actual si no es con una concepción en la que todos sus integrantes tengan acceso a la educación? Una familia con educación, en la que impere la razón y se respeten las diferencias individuales (que son parte de nuestra naturaleza), tiene más posibilidades de sobrevivir que una familia autoritaria, monolítica, en donde prevalezca la sin razón que es, además, la antesala de la violencia. No es ocioso recordar que la violencia intrafamiliar en México –incluida la de género, uno de los graves problemas del país– sigue siendo mucho más frecuente de lo que generalmente reconocemos.
Ante la próxima Asamblea General de la ONU circula ya, en las sedes diplomáticas, un documento que invita a los países del mundo a suscribir una declaración que censure las políticas de salud reproductiva, con el argumento de que van “en contra de las familias y a favor del aborto” (anti-family and pro-abortion policies). Es un sofisma que se intentará llevar a la reunión de alto nivel sobre Cobertura Universal de Salud, tal y como ocurrió en la reciente Asamblea de la OMS en Ginebra. Los países que secundaron esa iniciativa de los Estados Unidos fueron, en riguroso orden alfabético: Arabia Saudita, Brasil, Egipto, Ghana, Haití, Indonesia, Iraq y Nigeria. En la ONU concurren 193 países.
El tema se viene preparando desde hace tiempo. Se trata de separar los derechos humanos (inalienables) de los derechos de las mujeres, mediante un subterfugio: los “derechos ad hoc”. En el fondo, la idea es que los derechos de las mujeres sean asumidos bajo jurisdicciones locales y no internacionales. Esa batalla se ganó en 1948, cuando la Asamblea General de las Naciones Unidas adoptó la Declaración Universal de los Derechos Humanos: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos”. Por cierto que dos mujeres, Hansa Mehta (India) y Eleanor Roosevelt (EUA), fueron determinantes para que tal declaración no dijera “Todos los hombres nacen…” Los derechos humanos no son pues un producto doméstico, propios de algún país o exclusivos de un grupo de países.
Querer acotar los alcances de la salud reproductiva es absurdo. Las necesidades que cubre incluyen una amplia gama de servicios que van desde la planificación familiar a la prevención y el tratamiento del VIH/SIDA, pasando por la atención prenatal y la detección oportuna del cáncer cervicouterino, entre otros. Es un concepto médico integral que ha tenido un gran impacto en la salud individual y colectiva. Pero es también un concepto jurídico y social que consagra derechos y respeta libertades. Pretender fraccionarlo, decidir discrecionalmente cuáles servicios se mantienen y cuáles se eliminan, es inadmisible.
Por supuesto que México no podría suscribir semejante documento. Lo hemos dejado muy claro en Nueva York. Confío en que se hará lo mismo en cualquier otro espacio que se requiera. Los derechos de las mujeres son derechos humanos, los derechos humanos son derechos de las mujeres. Sin excepciones y sin distinciones.
Así como los derechos humanos no pueden subordinarse a la raza o a la religión, tampoco puede admitirse que dependan de la clase social o del sexo de la persona. Hacerlo sería no sólo una regresión, sería una verdadera provocación.
Conviene recordar, en este contexto, a la primera embajadora mexicana: Amalia Caballero de Castillo Ledón, egresada de la UNAM, que tuvo una destacada participación como defensora de los derechos de las mujeres en la Conferencia de San Francisco en 1945, en donde México fue uno de los 51 países suscriptores de la Carta de las Naciones Unidas. Si se trata de honrar y defender nuestras mejores tradiciones, esta es una de ellas.
Embajador de México ante la ONU
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