Llegó a Nueva York en un velero llamado Malizia II para asistir a una
cumbre de cambio climático en las Naciones Unidas. Se llama Greta
Thunberg y quiero creer que es la cara del cambio. De ese cambio que
necesitamos y mi generación no supo proponer.
Si tienes entre 23 y 38 años, y has tenido una vida medianamente
privilegiada, seguramente has sentido desesperación porque las cosas no
parecen estar funcionando. Seguramente, en uno de esos momentos, también
habrás pensado lo siguiente:
A mi edad, mis papás ya _______________.
Llena el vacío. ¿Qué meta u objetivo, socialmente inculcado, tenían
tus papás cumplido (y tú no estás ni cerca) a la edad que ahora tienes?
Nota el “ya” después de “papás” y antes del espacio en blanco. Ese “ya”,
esa medida de comparación. Ese “ya” que sirve como vara y como estándar
inamovible y, en muchos casos, como recordatorio inevitable de la
sensación de fracaso. Somos millennials. Nos sentimos insatisfechos y frustrados; las cosas no funcionan; el plan no está rindiendo los frutos que, pensamos, debería.
Confiamos en que las cosas iban a salir bien, en que el camino era
repetible, reproducible. Hicimos lo que nos enseñaron y lo seguimos al
pie de la letra. Consumimos. Estudiamos. Comprobamos nuestro valor con
títulos y marcas; con ropa y celulares. Interiorizamos los estándares de
belleza como verdad absoluta. Hicimos dietas. Condujimos coches.
Viajamos en aviones. Nos vestimos con marcas cada vez más mezquinas con
tal de seguir estrenando. Explotamos el planeta. Crecimos creyendo que
la producción industrial de alimento animal era normal. Creamos el avocado toast (tostada de aguacate) y globalizamos el consumo del açai bowl (bol del fruto de esa palmera). Seguimos, como en piloto automático, sin cuestionar. Seguimos.
A mi edad, mis papás ya _______________.
Tú no solo no te has casado, ni siquiera sabes si quieres. Tampoco
tienes hijos. No tienes hijos porque, si tu sueldo nunca es suficiente
para pagar tus propios costos de vida, ¿cómo podrías acaso mantener
otra? Tu salario es tan insuficiente que no tienes seguro médico porque,
en caso de que tengas trabajo, serás privilegiado si tu empleador te
cubre el seguro social. Eso es si tienes trabajo, si no, vives de un
popurrí de actividades tratando de juntar suficiente dinero para pagar
la renta. Porque una renta es lo más cercano a lo que aspiras en
términos de propiedad. Nunca vas a poder comprar una casa, pero ¿la
quieres? La búsqueda de empleo es despiadada. Los requisitos para
aplicar son incrementalmente complicados.
Tus capacidades y títulos académicos se diluyen ante los sueldos que
te ofrecen, mismos que parecen ir en sentido contrario de la cantidad de
horas que te piden trabajes. ¿Fondo de retiro? ¿Qué es eso? Eres hija o
hijo del consumismo: tienes una necesidad inagotable por estar
conectado siempre a todo lo que pasa, a lo que los demás hacen, a las
redes sociales que dictan qué hacer, cómo vestir, comer, viajar, gastar;
que te dictan quién ser. Pero aún si tuvieras el empleo ideal con el
sueldo perfecto y más prestaciones que las de la ley, no puedes
controlar que el mundo se está acabando.
Aun si tuvieras todas las condiciones materiales para comprar una
casa y reproducirte, tal vez no lo harías, porque ¿quién quiere traer
una persona al mundo para que se ahogue, se queme, se muera
–literalmente—de sed?
Somos la generación incómoda, la de en medio. La generación que no
creció en la bonanza económica de la anterior más que por un tiempo
breve, solo para darnos cuenta que esa vida, que pensábamos era la
norma, no nos iba a tocar.
Somos la generación nostálgica por definición. Dicen que los milleannials nos
quejamos de todo, que somos flojos. Lo que no dicen es que nos
enseñaron que debíamos trabajar en lo que amáramos y eso se convirtió en
la más sutil explotación laboral porque siempre, todo es trabajo.
No hay separación entre trabajar y vivir y la vida es eso que sucede
cuando no nos damos cuenta, hasta que arde la Amazonia y tomamos un
segundo para respirar y pausar, solo lo suficiente para alarmarnos, pero
no lo necesario para entender que si paráramos, nos detendríamos a
cuestionar lo que hacemos. Si paramos, vamos a encontrar todo totalmente
carente de sentido. Si el mundo arde en llamas, nada es relevante. Y
arde. Pero seguimos.
Somos la generación del diagnóstico y la parálisis. Entendemos los
problemas, ¡los vivimos! Pero no sabemos solucionarlos. No tenemos
suficiente autonomía generacional para despegarnos por completo de los
paradigmas con los que crecimos. No sabemos pensar outside the box (en
forma diferente). Tenemos veintimuchos o treintaypocos y ya somos
demasiado viejos. Seguimos reglas. Nos entercamos. Trabajamos más
fuerte, más duro, más horas.
Y nos quejamos. Diagnosticamos. Nada funciona, de acuerdo. La
democracia no es realmente representativa, de acuerdo. No estamos
acabando el mundo una botella de plástico o un popote a la vez, de
acuerdo. La administración de Donald Trump será juzgada como la nazi por
sus políticas de odio, de acuerdo.
El Estado no cumple sus funciones básicas (en México matan a una
mujer cada dos horas y media), de acuerdo. Los coches contaminan, pero
no tenemos sistemas de transporte público funcionales, de acuerdo. Como
buenos consumistas nos llenamos de titulares, de información, de
ensayos, de podcasts y de columnas (entiendo la ironía), que suman al
interminable diagnóstico de la generación que somos. Nos documentamos.
Estudiamos. Intentamos entender. Entendernos, tal vez.
No somos la siguiente generación, la del cambio. No tuvimos esa
suerte. No tuvimos esta distancia. No tuvimos ese valor. No nos estamos
replanteando todo: manifestándonos los viernes sin ir a la escuela, sin
miedo a perder lo que nunca tuvimos. No estamos navegando el Atlántico
en velero para luchar por la supervivencia del planeta. No estamos
eliminando la clasificación arbitraria de género. No estamos fundando
organizaciones para controlar el uso de armas de fuego después de
balaceras en secundarias. No estamos encontrándole sentido a estar y
existir, porque no crecimos sabiendo que nuestra existencia, como la del
mundo, se va a acabar.
Somos hijos de los grandes corporativos, del aumento del uso del
automóvil, del trazo de las carreteras llenándose de chapopote. Somos
hijos de los roles de género y el estatus económico. Fuimos los que nos
quedamos en la escuela, confiando ciegamente que en el salón estarían
las respuestas. Fuimos los que seguimos el camino esperando mansamente
que el mundo no cambiara; que al seguir destruyéndolo no nos lo
acabáramos.
Llegó a Nueva York en un velero llamado Malizia II. Tiene 16 años y
lo tiene todo más claro. Se llama Greta Thunberg y es una de las caras
del cambio. Como ella, miles de personas de la gen Z ven y
entienden que el mundo no funciona. No se aferran a lo que no tuvieron.
Se replantean. Se atreven a imaginar. Lo mejor que podemos hacer es
hacerles espacio. Quitarnos para que quepan. Callarnos para que hablen.
Escuchar lo que digan.
Lo mejor que podemos hacer es soltar.
Lo mejor que podemos hacer es confiar.
Alejandra Ibarra Chaoul ha participado activamente en
investigaciones para The New Yorker y Univision. Cubrió el juicio contra
Joaquín El Chapo Guzmán como corresponsal para Ríodoce. En 2014 fue
seleccionada como una de las diez escritoras jóvenes con más potencial
para la primera edición de Balas y baladas, de la Agencia Bengala. Es
politóloga egresada del Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM) y
maestra en Periodismo de investigación por la Universidad de Columbia.
Este artículo fue publicado originalmente por Pie de Página, un proyecto de Periodistas de a Pie . IPS-Inter Press Service tiene un acuerdo especial con Periodistas de a Pie para la difusión de sus materiales.
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