3/09/2014

La gran belleza



Carlos Bonfil
Foto
Fotograma de la cinta del realizador italiano Paolo Sorrentino, reciente ganadora 
del Óscar a la mejor película extranjera

Roma es un lugar ideal para esperar el fin del mundo. Esta frase la dice el escritor estadunidense Gore Vidal en una de las secuencias finales de Fellini Roma (1972), al tiempo que en torno del Coliseo un grupo de jóvenes motociclistas añaden una nota más de estruendo al viejo caos de la ciudad eterna.

Cuatro décadas después, esos mismos adolescentes ruidosos podrían ser los protagonistas ya encanecidos y con carnes abotagadas que sudorosos bailan al ritmo del remix Far L’Amore, a cargo de Bob Sinclar y Raffaella Carra, en La gran belleza (La grande belleza), del realizador italiano Paolo Sorrentino (Il divo, 2008).
Todos ellos festejan al escritor Jep Gambardella (Toni Servillo), quien a los 65 años ha decidido vivir como se le dé la gana, sin dar cuentas a nadie de sus actos. Nada indica que en el pasado haya hecho algo diferente o tenido una actitud menos displicente y cínica ante la vida, pero esta vez parece decidido a encarnar por sí solo la vocación de decadencia y desastre de su Roma amada, y ser en ella y por tiempo indefinido el último bohemio.

Cuarenta años atrás, Gambardella publicó El aparato humano, un libro exitoso; después, con estudiada indolencia, prefirió ocuparse de tareas periodísticas de muy corto alcance. Roma me hizo perder el tiempo, confiesa para explicar su largo silencio y el descuido de su carrera literaria. La gran belleza de la capital italiana, ese imponente espectáculo crepuscular que le provoca a un turista en la cinta el colapso en plena calle, es el tributo que Sorrentino le rinde a una Roma mitológica y esencialmente cinematográfica, pero que con mayor fuerza que nunca identifica y confunde con la personalidad de Gep, el artista desencantado.
A diferencia de Marcello Mastroianni, alter ego de Fellini en La dulce vita y en Ocho y medio, las referencias más transparentes de esta cinta, el protagonista de La gran belleza ha perdido por completo todo rastro de candor y toda capacidad de asombro. Todo lo ha visto y nada le sorprende, y la carga de sus certidumbres es pesada para quienes le rodean y festejan, pero sobre todo para él mismo, que conserva, para desventura propia, la lucidez necesaria para no creer del todo en esa suficiencia suya.

La sinfonía coral que ensaya Sorrentino de la gran ciudad parece ser a estas alturas algo totalmente agotado y anacrónico. Difícil emular o competir con la sobriedad del Rossellini de Roma, ciudad abierta o con la intensidad dramática del Pasolini de Mamma Roma, y sobre todo con la exuberancia de los frescos y coreografías en las cintas de Fellini, el modelo inalcanzable.

Lo que sí logra aquí el director es un excelente retrato del intelectual desengañado que con languidez y petulancia elabora el inventario de sus viejas conquistas amorosas y de logros profesionales muy poco convincentes, para luego lanzar al rostro de algunos de sus cómplices en la mundanidad artística, fracasos parciales o totales de índole semejante. Tienes 53 años y una vida hecha pedazos, como la de todos nosotros, le espeta a una mujer que pretende haber alcanzado la realización profesional completa.

En los años 60, la crítica de cine neoyorquina Pauline Kael ironizaba en un ensayo muy agudo, Fiestas para gente disfrazada del alma enferma europea, sobre los espectáculos que algunas películas de Fellini y Antonioni ofrecían de la decadencia moral de la alta burguesía y la intelectualidad liberal italiana, señalando el moralismo de los cineastas y su complaciente arrobo frente a las atmósferas apocalípticas. Uno pensaría que cuatro décadas después, esas radiografías sociales estarían ya superadas.

La película de Sorrentino insiste, sin embargo, en el retrato de esa misma decadencia y añade las estridencias y los clichés de una nueva modernidad neoliberal. Lo que aleja sin embargo a La gran belleza de toda sospecha de narcisismo estéril y moralina bienintencionada, es la ironía con la que Gep Gambardella contempla no sólo la vida de sus compañeros de disipación, y el mundo frívolo en el que tanto se complacen, sino su propia existencia en una edad madura más reticente ya a la ilusión y al autoengaño.

Ese hombre en la antesala de la ancianidad, recuerda su vieja sensibilidad artística, el modo en que muy joven se decidió su vocación de escritor, y contempla los escombros de aquellas viejas ilusiones y duras exigencias en un momento en que la superficialidad y la bohemia han arrasado con todo. El inclemente retrato que ofrece de sí mismo es el reflejo fiel de esa misma sociedad que lo celebra. Es una ironía elocuente que Hollywood se haya unido a ese festejo concediendo a La gran belleza el Óscar a la mejor película extranjera.

Se exhibe en salas de Cinemark, Cinemex y Cinépolis.

Twitter: @CarlosBonfil1

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