Decía
Albert Camus que “cuando la muerte se convierte en objeto
administrativo y de estadísticas es que, en efecto, las cosas del mundo
van mal”, tan mal que incluso algo tan característicamente humano como
la capacidad de indignación se convierte en marginal. Y es que hasta
antes del 26 de septiembre –cuando se produce la desaparición forzada
de 43 estudiantes de la normal rural Isidro Burgos de Ayotzinapa–,
desde luego que las masacres en México generaban indignación, pero esta
no trascendía sino ámbitos acotados tanto espacial como temporalmente;
pues al final todo volvía a su cauce normal, entendiendo por normal –en
este caso– la perversa configuración que ha ido adquiriendo el Estado
mexicano como resultado de sus inextricables vínculos con el
narcotráfico, impidiendo de esta manera que el profundo descontento que
anida en la población mexicana encontrara canales de expresión
política.
Pero entonces, ¿cuánto ha cambiado la situación desde la
masacre perpetrada en complicidad entre la policía municipal de Iguala
y un grupo armado del narcotráfico?
Aunque desde luego es muy
pronto para brindar una respuesta categórica, resulta evidente que
algunas cosas están comenzando a modificarse. Hoy, como nunca antes,
toda la población mexicana parece comprender la magnitud de la
atrocidad cometida, pues las manifestaciones se nutren de la
participación de sectores que hasta ahora habían permanecido apáticos
o, al menos, renuentes a expresar su postura a través de la
participación activa en este tipo de manifestaciones. Incluso los
grandes medios de comunicación expresan hoy profundo rechazo a lo
acontecido y piden explicaciones.
Como una expresión de esto,
al “ya me cansé” de Murillo Karam, en contestación a la pregunta de un
periodista en una rueda de prensa, la población manifestante le
responde con un “ya me cansé del miedo” pintado en el edificio de la
Procuraduría General de la República, un día después del desliz.
En contrapartida, tanto la demora en el inicio de la investigación del
caso, como la indolente reacción del gobierno para aclarar lo sucedido,
muestran que el Estado aún parece confiar en que la inercia prevalecerá
por sobre el malestar subyacente a las masivas manifestaciones. Y, en
honor a la verdad, razones podrían no faltarle para comportarse de esta
manera, pues la traducción política del malestar social, para ser
efectiva, demanda la existencia de un cúmulo de recursos hoy ausentes
entre los manifestantes, esto como resultado tanto del fracaso de la
izquierda –con un mínimo de rigor, entre los principales partidos
actuales solamente MORENA pareciera poder exigir esta etiqueta– como de
la omnipresente irradiación discursiva emitida por uno de los sectores
comunicacionales más conservadores e influyentes del hemisferio.
Así, pues, aunque es posible vislumbrar la aparición de cambios en la
sociedad mexicana, que comienza a movilizarse masivamente en su demanda
de una mayor democratización y el fin de la lacerante corrupción –pues
sería un error creer que las demandas actuales se limitan al caso
particular de la desaparición de los normalistas–, la traducción
político-institucional de estos reclamos no está en absoluto
garantizada; por el contrario, pocos son los argumentos que inviten a
la esperanza en un cambio próximo en el sistema político mexicano. Por
todo ello, los movilizados deberán demostrar capacidad para combinar el
pesimismo de la inteligencia con el optimismo de la voluntad. Ojalá así
sea, y ojalá México deje de doler tanto como duele al presente.
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