Existe
un peligro real que se asoma en la crisis en México. El peligro no es
que el gobierno de Enrique Peña Nieto permanezca incólume –tal y como
lo apuntan sus detractores- ni que caiga –como dicen sus defensores. Lo
primero ya es sólo un sueño en el que se regodean los ciegos, los
sordos y los insensibles mientras que lo segundo –la caída del
presidente- es un anhelo que está más lejos de lo que la protesta
exaltada quisiera creer.
No. El peligro no estriba en ninguna
de las estas dos posibilidades sino en otro fenómeno del que pareciera
que ni los corifeos del poder ni sus críticos están del todo
conscientes: el peligro de la militarización.
¿Pero qué no el
país ya está militarizado? ¿Qué no desde el gobierno de Ernesto Zedillo
la Suprema Corte de Justicia abandonó vergonzosamente su misión –en
tanto equilibrio del poder ejecutivo- al legitimar la participación
militar en tareas de seguridad pública (primero en 1996 y luego otra
vez en el año 2000)? ¿Qué no ya desde el gobierno de Vicente Fox el
proceso se adivinaba cuando se formó la Policía Federal Preventiva, la
mitad de cuyos efectivos provenía del sector castrense? ¿Qué no fue
durante el gobierno de Felipe Calderón que el ejército tuvo un
incremento presupuestal de más del 100% brincando de 26 mil millones en
2006 a 50 mil millones en 2011? (La Jornada, sept. 6, 2011)?
¿Qué no la tendencia se confirma ahora con Enrique Peña Nieto con la
creación de la Gendarmería Nacional, cuya característica específica es
que se trata precisamente de una policía militarizada? ¿Qué no tienen
ya las fuerzas armadas el control de buena parte de los cuerpos de
policía municipales con militares con licencia fungiendo como
Secretarios de Seguridad Pública? Así pues, ¿qué no, de cara estos
hechos, hablar de “militarización” en México es una obviedad?
Tal vez. Sin embargo existen matices que en esta ocasión, en lugar de atenuar los hechos, los agravan.
El fenómeno de la militarización en México puede estudiarse desde tres
ángulos. Todos los hechos aquí descritos pertenecen a un proceso de militarización de la seguridad pública.
Éste es obvio, abierto e innegable. Por fuerza de costumbre y al paso
de los años ha tenido lugar un segundo proceso que se construye sobre
la base del anterior: la militarización del pensamiento. Hoy
muchas de las discusiones informales y no especializadas sobre los
problemas de la violencia y la seguridad en el país recurren a
argumentos sencillos: los cuerpos de seguridad son corruptos, por eso
entraron los militares. Luego llegó el cable del embajador de los
Estados Unidos en México –liberado por Wikileaks en diciembre
de 2010- en el que explicaba que las autoridades estadounidenses
desconfían del Ejército Mexicano pues consideran que –literalmente- es
“lento y tiene aversión al riesgo.” (CNN. Dic. 2, 2010). (“Contra el pueblo muy chingones, contra el narco maricones” se le grita a la policía en las marchas).
Y así aquello de lo que se acusaba a la Policía –corrupción,
incompetencia- terminó contaminando también al Ejército. ¿Y luego? Se
responde con más de lo mismo: ahora la Marina.
Sobre la
Marina Armada el embajador Pascual decía que tiene un “emergente papel
en la lucha contra el narcotráfico” y “ha mostrado su capacidad para
responder con rapidez a las acciones de inteligencia.” ¿Qué no se dijo
lo mismo en su momento para justificar la entrada del Ejército al
problema? El punto aquí es que gradualmente -y contra todo estudio y
lógica- se legitimó en el espacio público y de manera popular la
participación de las fuerzas armadas militares –Ejército y Marina- en
tareas de seguridad pública. Una paradoja: prácticamente existe un
consenso absoluto entre los especialistas en estudios de seguridad de
que eso –militarizar la seguridad pública- es exactamente lo que no se debe hacer.
Pero no importa: así es como funciona la militarización del pensamiento.
Luego, el tercer ángulo y el riesgo de verdad: la militarización de la política.
Los excesos del régimen, su corrupción, su violencia, su inoperancia,
su cinismo, su desdén -su imbecilidad en general- fracturaron las
estructuras del poder que las movilizaciones populares, las protestas
callejeras, las consignas críticas, las tomas de casetas, la ocupación
física de instalaciones y el descrédito público nacional e
internacional se han encargado de ahondar. Esta situación no tiene
solución con decretos y declaraciones. Salvo para los ciegos, los
sordos y los insensibles, no hay vuelta atrás. ¿Pero entonces qué es lo
que hay enfrente?
Lo que tenemos enfrente es un vacío. Un
vacío de poder que amenaza a los unos, que es un logro histórico de los
otros y que representa una oportunidad y un riesgo para todos: he ahí
la naturaleza dual de cualquier crisis.
Exactamente aquí estamos en México.
Ni el poder popular ha mostrado todo su potencial de acción, ni el
régimen toda su capacidad de reacción. Tras la tragedia de Iguala, la
efervescencia del descontento y el aturdimiento inicial se
instrumentaron tres estrategias. La primera fue una apuesta al tiempo
(la indignación nace, crece, se desarrolla y muere); fracasó. La
segunda fue una apuesta al sistema (persecución, arresto,
investigación, peritaje, pésame y mea culpa); fracasó. La tercera fue
una apuesta al olvido (“Superar esta etapa” y “dar un paso adelante”)
que murió en la cuna.
Cara a cara el sistema y sus críticos
se observan, se miden y calculan obviando el hecho de que no son los
únicos con intereses en la contienda. El 8 de noviembre, durante la
cuarta marcha de repudio al crimen de Iguala, encapuchados prendieron
fuego a la puerta de Palacio Nacional. El 20 de noviembre, horas antes
del arribo de la marcha hacia el zócalo de la ciudad de México,
vehículos militares trasladando personas vestidas de civil fueron
documentados fotográficamente. El 28 de noviembre la prensa reportó que
“Elementos del Ejército Mexicano asignados a la XI Región Militar con
sede en Torreón, irrumpieron en las instalaciones de la Facultad de
Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Autónoma de Coahuila
con la intención de identificar a estudiantes y profesores que
participaron en manifestaciones de protesta por la desaparición de los
43 normalistas de Ayotzinapa.” (La Jornada. Nov. 28, 2014).
Enmarcados por los hechos en Tlatlaya –donde el 30 de junio soldados
ejecutaron extrajudicialmente a 22 personas según la recomendación
51/2014 de la CNDH- y por la situación en Guerrero –donde en los hechos
la 35 Zona Militar y no la oficina del gobernador funge de mandamás en
el estado- todas estas acciones no pueden ser interpretadas sino como
un cobro militar al poder civil de facturas políticas. El Ejército está
tratando de llenar los vacíos dejados por el desgaste de la figura
presidencial. En este curso de acción el Ejército –que no la Marina
Armada- es ya un actor que actúa políticamente de forma cada vez más
independiente del proyecto del Comandante en Jefe.
¿Están
listos para gobernar? no, ¿están conscientes de ello? tampoco, pero no
parece importarles mucho, aunque la tarea no es fácil. ¿Cómo insertarse
activamente en la vida política cuando no hay guerra contra Estados
Unidos, Cuba, Guatemala o Belice (Plan DN-I: Contra un enemigo externo), cuando su participación en tareas de seguridad (Plan DN-II: Contra un enemigo interno)
es exactamente el que les ha traído el desplome de un prestigio fundado
históricamente en la propaganda, la distancia, el desconocimiento y el
miedo cuando las acciones humanitarias (Plan DN-III: Asistencia en casos de desastre) son esporádicas y –dicen algunos- meramente decorativas?
No, no es fácil, pero tampoco imposible. ¿Vamos a un golpe de Estado?
No, pero el cobro –reclamo o incluso arrebato- militar de cuotas
políticas al poder civil se está traduciendo, por la vía de los hechos,
en una redefinición de las relaciones cívico-militares.
Ante los ojos de la sociedad –de forma abierta, soterrada o secreta- pero al margen de ella.
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