El
28 de enero Enrique Peña Nieto pidió “no quedarnos atrapados en
Ayotzinapa”, un día después la Procuraduría General de la República
cerró el caso y al siguiente el Procurador explicó que, contra toda
lógica, el caso seguía abierto porque “falta el cumplimiento de las
órdenes de aprehensión y la integración de averiguaciones así como la
captura de algunos de los autores materiales”.
Es decir, lo único que se cerró fue la investigación.
Es así como se busca cumplir la orden presidencial de “superar el dolor del caso Ayotzinapa” (CNN México.
Dic. 4, 2014) repitiendo una estrategia que ya ha sido practicada con
éxito: baste recordar la explosión de 2013 en la torre de Petróleos
Mexicanos el 30 de enero de 2013. En aquella ocasión, como ahora, se
abrió una investigación que posteriormente se cerró oficialmente
diciendo que fue un accidente. Aunque la conclusión dejó muchas dudas y
convenció a pocos, con el tiempo permitió al gobierno seguir adelante.
Aquí y ahora la estrategia no es diferente.
¿Cuál es la apuesta? La apuesta está en que del mismo modo en que
surgen las protestas –de la noche a la mañana- se extingan. La apuesta
está en que la ola de indignación y movilización pronto pase a otra
cosa devolviendo la tragedia de Iguala a un circuito local en el que,
se supone, será más fácil de controlar y contener. Ocurrió con la
explosión en PEMEX. Es cosa menor si a nadie convenció la explicación,
hoy, salvo a los deudos (El Financiero publicó que a dos años de
los hechos, PEMEX todavía tiene demandas de indemnización) a nadie
importa si lo que le costó la vida a 37 personas fue producto de un
accidente o de un atentado.
Como en aquel episodio el régimen
necesita reducir la tragedia de Iguala a su mínima expresión para
hacerla manejable. No hacerlo resulta sencillamente demasiado
peligroso. No hacerlo conlleva el peligro de que las cosas se salgan de
control: más allá de Iguala, Guerrero es un estado que se está
incendiando (el choque directo entre los padres de los muchachos de
Ayotzinapa y los custodios del 27 Batallón de Infantería el pasado 12
de enero es un aviso ominoso para el régimen: se está perdiendo el
miedo al ejército). Ahí, en Guerrero, ya existen planes de sabotear el
proceso electoral –es decir, no un boicot mediante la no-participación,
sino un sabotaje del proceso mismo; en Michoacán las autodefensas
comenzaron a reactivarse -incluso antes de la salida de Alfredo
Castillo- y en Oaxaca la tensión político-social crece todos los días.
El semanario Proceso en su número especial sobre el caso da
cuenta de la reactivación política de núcleos armados y confirma,
mediante entrevista con ex guerrilleros, el potencial de estallidos de
esta naturaleza.
Todos estos son procesos simultáneos, sí,
pero focalizados. Siendo México un país en el que la autonomía de los
estados se ha traducido en pequeños virreinatos en los que los
gobernadores son todopoderosos, se ha buscado que sean ellos los que
contengan y desactiven, sea con cárcel, acoso o muerte, a los
operadores de la articulación de la protesta social.
Al
invitar el régimen –incluyendo partidos políticos- a “superar
Ayotzinapa” no buscan cerrar un pasado vergonzoso sino eliminar un
símbolo de todo lo que anda mal en el gobierno y sus estructuras
(abuso, violencia, corrupción, desdén, complicidad, cinismo). Dejando
atrás Ayotzinapa buscan ceder al olvido un ícono, peligroso no por lo
que fue, sino por lo que representa.
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