Mario Patrón
La Jornada
En las pasadas dos semanas se
han dado acontecimientos relevantes vinculados con las fuerzas armadas.
Uno de ellos, por supuesto, es el lanzamiento de la Guardia Nacional
como una de las máximas apuestas del gobierno de la 4T, que pone en el
centro al Ejército y la Marina como los pilares de la nueva corporación
que tiene como principal mandato pacificar el país.
Junto con ello, el 30 junio se cumplió el quinto aniversario de una
de las vergüenzas más emblemáticas del gobierno de Enrique Peña Nieto:
la denominada masacre de Tlatlaya, cuando una patrulla militar hizo
justicia por propia mano y por lo menos de 12 a 15 personas que ya se
encontraban bajo su disposición fueron ejecutadas.
Los hechos fueron penosos, pero fue aún peor la operación política
del más alto nivel que buscó ocultar lo sucedido. El propio general
secretario, Salvador Cienfuegos, y el entonces gobernador del estado de
México, Eruviel Ávila, mintieron ante la opinión pública argumentando
que todas las muertes habrían sucedido con motivo de un enfrentamiento y
no un ajusticiamiento. Esto fue acompañado por un montaje en la escena
del crimen, que fue manipulada.
Coincidencia histórica que el mismo día que se anuncia el despliegue
de 70 mil efectivos de la Guardia Nacional, se conmemoran cinco años de
esta emblemática violación a los derechos humanos. La pregunta es si el
despliegue de militares y marinos –ahora bajo la denominada Guardia
Nacional– no genera riesgos parecidos a la militarización de la
seguridad que posibilitó hechos como los de Tlatlaya.
El tercer acontecimiento es lo informado la semana pasada por el
subsecretario Alejandro Encinas, en el sentido de que los integrantes de
la Comisión Presidencial para el caso Ayotzinapa se habrían reunido con
el Ejército, particularmente con el general secretario Luis Cresencio
Sandoval. Vaya información: el mismo Ejército que se negó a cooperar con
el GIEI, el mismo que ocultó información sobre los hechos, el mismo que
mintió sobre su presencia en dos momentos vinculados con los hechos
trágicos de Iguala –en el Puente del Chipote y en la Clínica Cristina–,
el mismo que tenía infiltrada a esa normal rural a través de uno de los
propios 43 desaparecidos, Julio César López Patolzin.
Ese Ejército que denostó el papel del grupo de expertos, pero también
de organismos internacionales como la CIDH y la ONU-DH en el caso, y
que recién anunciada la creación de la Comisión Presidencial para el
caso reaccionó abruptamente a través del general Alejandro Ramos Flores
–jefe de la Unidad de Asuntos Jurídicos de la Sedena–, ahora bajo el
mando de otro comandante supremo de nombre Andrés Manuel López Obrador,
se reúne con los padres de familia y sus representantes que forman parte
de la Comisión Presidencial.
Si bien la reunión por sí misma es de relevancia notable, pues me
atrevo a decir que ningún general secretario se había reunido
previamente con víctimas de violaciones graves a derechos humanos, la
pregunta que no escapa por el propio papel del Ejército en la tragedia
de Ayotzinapa, pero también en otras como la de Tlatlaya, es si la
reunión implica un signo real de disposición institucional para dar con
la verdad; si hay una instrucción explícita del Presidente de la
República en su calidad de comandante supremo para que cooperen con los
padres de familia de los 43.
No se trata de preguntas retóricas: militares podrían estar
implicados activa o pasivamente en el caso Ayotzinapa, integrantes del
vigesimoséptimo Batallón de Infantería con sede en Iguala podrían estar
vinculados al entorno de macrocriminalidad en la región. ¿Es posible que
se cometa en Iguala una violación tan grave como la de los 43 sin que
el Ejército por lo menos tenga información relevante? Indudablemente que
no, más aún, creo que militares podrían tener información de utilidad
central para dar con la verdad en el caso.
En los anteriores dos sexenios el Ejército no ha sido llamado a la
rendición de cuentas. Los gobiernos de Peña Nieto y Enrique Calderón
asignaron a las fuerzas armadas papeles protagónicos que los llevaron a
tener en la vía de los hechos preponderancia incluso sobre el poder
civil.
Hoy la interrogante es qué tanto el estado de cosas ha cambiado a un
año de la 4T. Las fuerzas armadas son los pilares de la nueva Guardia
Nacional e incluso se les han brindado funciones como coordinar el
programa de pipas que salió al paso frente al desabasto de combustible o
la propia construcción de obras como lo es el nuevo aeropuerto de Santa
Lucía.
Esperemos que ese papel protagónico en la vida política de la nación
que siguen teniendo militares y marinos no sea óbice para que el
Ejército sea llamado a la rendición de cuentas en historias que han
marcado nuestro país como lo es Ayotzinapa y la propia ejecución sumaria
de Tlatlaya.
Esperamos que se hagan realidad las palabras de AMLO, tanto en el
sentido de que la nueva Guardia Nacional no violará derechos humanos
como en lo dicho por el propio Presidente en el Zócalo en el sentido de
que este gobierno
no descansará hasta saber el paradero de los jóvenes de Ayotzinapa. En efecto, en buena medida eso depende de su comandante supremo.
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