Editorial
Desde la madrugada de ayer,
centenares de elementos de la Policía Federal (PF) iniciaron un
movimiento de protesta en contra de lo que consideran violaciones a sus
derechos laborales por la extinción de esa corporación y las condiciones
para que sus miembros se integren a la naciente Guardia Nacional. Las
acciones de los uniformados incluyeron un paro de labores en todas las
sedes de la corporación en la Ciudad de México, el cierre de vialidades
como el Periférico capitalino o la autopista México-Pachuca y la
presentación de demandas de amparo ante juzgados federales.
La primera consideración ante las muestras de descontento es la
necesidad de separar lo que pudieran ser preocupaciones legítimas de los
uniformados por la preservación de sus derechos laborales –como los
referentes a ingresos y antigüedad– de los afanes por conservar
privilegios como bonos y otras prebendas y de exigencias a todas luces
improcedentes, como la de ser incorporados al nuevo organismo de
seguridad pública aunque no cumplan con el mínimo requisito de
encontrarse en forma física para ello.
Debe considerarse, además, que las protestas se efectuaron pese a las
garantías brindadas tanto por el presidente Andrés Manuel López Obrador
como por el titular de la Secretaría de Seguridad y Protección
Ciudadana, Alfonso Durazo Montaño, así como después de que este último
ofreció un diálogo directo con los uniformados. En este contexto, las
medidas tomadas por éstos parecen confirmar lo mencionado por el
mandatario durante su conferencia de prensa matutina de ayer, en el
sentido de que muchas resistencias al cambio se originan en la
descomposición y las malas prácticas que han florecido en los organismos
de seguridad pública durante los años recientes.
Por otra parte, la desaparición de la PF plantea un problema de fondo
que por su potencial gravedad no puede ser soslayado: el de las
dinámicas perniciosas que pueden desatarse cuando se extingue una
corporación de este tipo. Baste con recordar dos de los casos más
emblemáticos por los niveles insólitos de corrupción alcanzados por sus
integrantes: el de la División de Investigaciones para la Prevención de
la Delincuencia (DIPD) del entonces Departamento del Distrito Federal,
desaparecida en 1982, y el de la Dirección Federal de Seguridad (DFS),
transformada primero en Dirección General de Investigación y Seguridad
Nacional en 1985, para en 1989 dar paso al ahora extinto Centro de
Investigación y Seguridad Nacional (Cisen). En efecto, los procesos de
desaparición de ambas corporaciones, pensados como esfuerzos de
saneamiento, moralización y depuración de las policías, se tradujeron a
la postre en un mayor debilitamiento del estado de derecho, pues el
despido pobremente planificado de cientos de agentes capacitados para el
manejo de armas, conocedores de la logística tanto de la criminalidad
como de las instituciones de seguridad y en muchos casos entrenados en
técnicas de tortura, acabó por reforzar los cuadros de la delincuencia
organizada.
En atención a estos antecedentes, y más allá de lo que ocurra con la
disconformidad de un sector de la PF, es imperativo planificar de manera
meticulosa la extinción de dicho cuerpo, pues sólo así podrá evitarse
el doble mal que supondría trasladar prácticas indeseables a la recién
creada Guardia Nacional y engrosar las filas de las organizaciones
delictivas.
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