Raúl Zibechi
Que los aparatos
armados del Estado están fuera de control, en todo el mundo, es un hecho
indudable. Sucede en las viejas potencias decadentes (Estados Unidos y
Europa), en las mal llamadas emergentes (Rusia y China) y, por supuesto,
en nuestra América Latina. Los hechos comprobados llaman la atención.
Incluso en la muy democrática Alemania se puede constatar una alianza
de la ultraderecha, responsable de 80 asesinatos desde la
reunificación,
con elementos de la policía, el ejército y la judicatura(bit.ly/2NygEsw). La alianza de hecho es tan evidente, y de tanto tiempo, que en rigor habría que decir que los aparatos armados del Estado están utilizando a la extrema derecha como expresión político-electoral de sus intereses.
Un informe de los periodistas de Redaktions Netzwerk Deutschland
concluye que los ultras alemanes no son sociópatas, sino militares y
policías, en especial
miembros retirados y en activo de comandos especiales de asalto.
En Grecia la relación entre Amanecer Dorado y la policía está más que comprobada.
En las elecciones de 2012, uno de cada dos agentes de Atenas votó a la formación nazi, pese a que el partido ultra apenas superó 7 por ciento de los votos totales ((bit.ly/2XRZsT2). Ese mismo año, miembros del partido ultra y antidisturbios realizaron una carga conjunta contra una protesta antifascista en Komotin, así como en otras ciudades.
En América Latina ha sido documentada de forma fehaciente la
participación de miembros de los aparatos armados del Estado en la
violencia contra los sectores populares y en la criminalización de la
protesta, así como la evidente complicidad del sistema de justicia. En
Brasil, Argentina, Colombia, Guatemala y México, estos hechos no admiten
dos lecturas. Los cuerpos armados son, además, cómplices de los grupos
paramilitares que en no pocos casos integran de forma directa.
Lo que me parece singular es que el fenómeno se registre en todo el
mundo. En América Latina adquiere perfiles genocidas, mientras en otros
continentes el fenómeno tiene un carácter menos estridente. Lo que
indica una tendencia de fondo, es lo que sucede en un continente como
Europa, donde el sistema democrático había mostrado ser algo más que una
formalidad legalista.
Llegados a este punto, me interesa destacar las causas de la
creciente militarización de nuestras sociedades y, en paralelo, el que
los cuerpos armados del Estado hayan adquirido cierta autonomía y se
encuentren fuera del control del poder político. Lo que no quiere decir,
en absoluto, que el poder sea neutral en los procesos de
militarización/policialización en curso.
El primer punto es que se trata de una realidad estructural, siendo
una de las características centrales del capitalismo en su etapa de
decadencia o, si se prefiere, en un periodo en el cual se comporta como
tormenta/tsunami dispuesto a arrasar a los sectores populares para
estirar su decadencia.
Vivimos bajo la acumulación por despojo/robo o cuarta guerra mundial
contra los pueblos, que consiste en despejar territorios para despojar
los bienes comunes al convertirlos en mercancías, como lo han explicado
varios analistas y movimientos del mundo, entre ellos el EZLN. El Estado
es el guardián de esta acumulación/guerra y la militarización es la
forma de aceitarla.
El segundo punto es que al ser una característica estructural, los
gobiernos hacen poco o nada para modificarla. En general, se han
limitado a seguir la corriente con la aprobación de leyes
antiterroristas en casi todos los países de la región. En los casos de
Argentina y Brasil, estas leyes fueron impulsadas por los gobiernos
progresistas de Cristina Fernández y Dilma Rousseff. Esto enseña que la
diferencia entre conservadores y progresistas es más pequeña de lo que
suele creerse.
No obstante, debe decirse que algunos gobiernos (como los de Mauricio
Macri y Jair Bolsonaro) han creado las condiciones para que los cuerpos
armados del Estado tengan las manos libres para ejercer violencia
contra los de abajo. En todo caso, es una cuestión de énfasis: la
violencia contra las mujeres y contra los sectores populares es
inseparable del modelo extractivista hegemónico.
Por lo tanto, no saldremos de esta espiral de violencia eligiendo
nuevos gobernantes, sino por dos caminos: la organización extensa e
intensa de los de abajo y el fin del extractivismo, o sea de la minería a
cielo abierto, los monocultivos, las grandes obras de infraestructura y
la especulación con el suelo urbano.
El tercer punto es comprender a quiénes beneficia la existencia de
fuerzas armadas y (para) policiales relativamente autónomas, dispuestas a
violentar a los pueblos. Beneficia al Estado y a la clase social que lo
necesita para seguir adelante con su acumulación mediante la guerra. Si
algo comprendieron los de arriba es que sólo podrán sobrevivir con un
Estado fuerte: o sea, con aparatos integrados por hombres armados, más
allá del nombre que les pongan.
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