Editorial La Jornada
El presidente Andrés Manuel
López Obrador acordó ayer la instalación de una mesa de diálogo con los
líderes del Consejo Coordinador Empresarial y el Consejo Mexicano de
Negocios para resolver los diferendos surgidos con la iniciativa privada
a raíz de la decisión de la Comisión Federal de Electricidad (CFE) de
inconformarse con los contratos de siete gasoductos suscritos durante la
administración anterior y someterlos a arbitraje.
Según el titular de la CFE, Manuel Bartlett, los procesos de
arbitraje impugnados por el sector privado se solicitaron como medidas
espejo a los procesos interpuestos previamente en cortes internacionales
por IEnova, TCEnergy, Transcanada, Carso Energía y Fermaca. Desde
febrero pasado el funcionario informó que los múltiples abusos
contenidos en las cláusulas de esos contratos –por los cuales la
paraestatal paga la construcción y el arriendo de la infraestructura,
pero ésta es entregada en propiedad a los agentes privados– tienen a la
comisión
prácticamente en la quiebra.
En primera instancia, cabe celebrar la determinación del gobierno
federal para revisar y renegociar unos contratos que resultan a todas
luces lesivos para el interés nacional tanto a corto como a largo plazo y
constituyen una muestra de los niveles de corrupción alcanzados entre
altos funcionarios de las administraciones pasadas, cuyas decisiones
implican daños incuantificables al erario y a las finanzas de la empresa
productiva del Estado. Asimismo, debe aplaudirse el principio de
entendimiento entre el gobierno y los representantes de la cúpula
empresarial para impulsar la transparencia y resolver las controversias
por la vía del diálogo.
Sin embargo, subsisten al menos dos problemas a los que
inevitablemente habrá de darse cauce. El primero es referente a los
conflictos sociales detonados en las poblaciones a través o cerca de las
cuales habrán de correr los gasoductos: si bien no es el caso del que
va de Texas a Tuxpan, Veracruz, por ser una instalación submarina, sí lo
es el de obras como la construida alrededor del Popocatépetl, en el
contexto del Proyecto Integral Morelos, la del corredor Tuxpan-Tula
(ambas detenidas por vía de amparo) o las de Encino-Topolobampo, todas
las cuales enfrentan movimientos de resistencia social debido a la
expropiación de tierras, los riesgos inherentes a este tipo de
infraestructuras o su impacto ambiental.
Queda claro que, más allá de los acuerdos a los que lleguen gobierno e
iniciativa privada en el tema puntual de los contratos, los pueblos y
sus reclamos no pueden pasarse por alto al decidir sobre los proyectos
energéticos actuales o futuros. A lo anterior se suma el problema de la
dependencia energética. En efecto, el modelo energético legado por el
régimen anterior privilegió el desarrollo de centrales de generación
eléctrica que operan con gas natural importado, lo cual llevó a un
descuido sistemático de instalaciones hidroeléctricas que hoy se
encuentran en condiciones deplorables, al tiempo que incrementó la
dependencia nacional de un recurso traído del extranjero y sobre cuyo
abasto no existe, por ende, control nacional.
Es evidente que el Estado debe recuperar el control sobre este sector
estratégico para garantizar la soberanía y la seguridad nacional, y
esto puede lograrse mediante medidas temporales –como el impulso a la
producción de gas natural por parte de Petróleos Mexicanos–, recuperando
la capacidad de producción hidroeléctrica e incluso geotérmica, o –de
manera ideal– mediante una transición energética hacia energías limpias y
renovables en un modelo de generación distribuida.
En suma, parece sensato que se revisen los contratos existentes para
la instalación de gasoductos y que, si se revela necesario construir
otro en el futuro, éste se haga con el único fin de distribuir los
recursos generados dentro del territorio nacional, pues no es
aconsejable ni pertinente depender del gas natural importado. Y queda
igualmente claro que debe darse impulso a la transición energética.
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