
Una de las muchas protestas por el caso Ayotzinapa. Foto: José Luis de la Cruz
Una de las columnas vertebrales de la ideología (neo)liberal
dominante desde hace décadas en nuestro país ha sido precisamente el
establecimiento de una separación radical entre el objeto y el sujeto.
Para ser un buen académico o periodista supuestamente hay que ser
“objetivo”. Y para ser un buen ciudadano uno debe sobre todo cuidar y
expresar su “subjetividad” de manera individualizada.
Pero la objetividad no existe. Nuestras percepciones del mundo son
resultado de una construcción mental siempre pre y sobre-determinada por
nuestra intensa y profunda historia, sociedad, lenguaje, ideología,
experiencias y sicología. Es simplemente imposible escaparnos de nuestra
envoltura para percibir al mundo desde “fuera” en su estado “natural” u
originario.
Nadie lo ha hecho jamás. Ni los científicos más brillantes y capaces,
ni los chamanes, poetas o curas más inspirados han logrado percibir al
mundo de manera plenamente independiente y autónoma.
Pero tampoco existe la subjetividad. Nuestro “yo” es apenas el
resultado, un efecto, un epifenómeno que surge a partir de una
conjunción de fuerzas, contextos e historias fuera de nuestro control.
Nuestra voluntad es siempre relativa, nunca absoluta u originaria.
Nuestros pensamientos jamás son plenamente originales, sino apenas
síntesis y mezclas innovadoras, o no tanto, de ideas ya en circulación.
El lenguaje es el gran determinante de la subjetividad. Es imposible
pensar, o siquiera existir como ser humano, sin nadar en este mar de
sentidos y significados producidos por siglos de acciones y
comunicaciones colectivas.
Pero en lugar de abrazar la intensa complejidad del posicionamiento
del humano en el mundo, la ideología (neo)liberal prefiere simplificar y
reducir la realidad. Precisamente aquello de que los (neo)liberales
acusan a los “populistas”, de simplificar la acción política entre
“buenos” y “malos”, es lo que hacen los neoliberales al separar de
manera radical y superficial el sujeto y el objeto, la justicia y el
derecho, la ciencia y las humanidades, la reflexión y la acción.
El trasfondo político de esta lógica es transparente. Se busca
separar el ser humano simultáneamente tanto de sus compromisos éticos
como de sus vínculos sociales. El dogma dominante durante las últimas
tres décadas dice que hay que analizar la realidad de manera seca,
desinteresada y sin preocuparnos por las implicaciones sociales o
políticas de nuestras investigaciones. Simultáneamente, nuestras
acciones deben desplegarse estrictamente en función de nuestros
propósitos individuales, sin mayor reparo en los intereses colectivos o
generales.
Desde esta perspectiva, tanto el “periodismo militante” como la
acción colectiva serían vestigios de una época pasada supuestamente
autoritaria y oscurantista. Y cualquier académico o periodista que se
atreva a defender abiertamente una causa social o participar
directamente en algún movimiento social es descalificado inmediatamente
por ser un supuesto “propagandista” o “activista”.
En cierto sentido tienen razón, pero por las razones equivocadas. El
Diccionario de la Real Academia de la Lengua define la “propaganda” como
“acción o efecto de dar a conocer algo con el fin de atraer adeptos o
compradores”.
La propaganda es entonces similar a la tecnología. No es bueno o malo
en sí, sino depende de los fines para los cuales se utiliza.
La tecnología de combustión nuclear puede servir para generar
electricidad o para crear bombas altamente letales. Y la propaganda
puede servir para legitimar un régimen fascista o neoliberal o, en su
caso, para reclutar nuevos integrantes a una causa social comprometida
con la justicia y la paz.
Así que hacer “propaganda” a favor de la profunda transformación de
la patria no es una traición a los principios de la academia o el
periodismo, sino todo lo contrario. México necesita cada vez más y
mejores propagandistas y activistas, y menos analistas cómplices y
ciudadanos pasivos.
En lugar de vivir con una eterna sensación de frustración por nuestra
incapacidad de poder alcanzar a ver el mundo de manera “objetiva” o
gozar plenamente de nuestra “subjetividad” pura e individualizada, la
mejor solución es entregarnos en cuerpo y alma a la supuesta
“imperfección” del estado real de las cosas y preguntarnos todos los
días de qué manera podemos pensar y actuar de la manera más estratégica
para ayudar a mover, aunque sea un poco, el estado de las cosas hacia un
horizonte más justo y feliz..
Liberémonos del yugo y las ataduras de la ideología (neo)liberal.
Abracemos la experiencia sublime del compromiso social y la convicción
humanitaria.
www.johnackerman.mx
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