Lorenzo Meyer
Este título corresponde al libro del doctor Camilo Vicente Ovalle que pronto se publicará. El subtítulo lo explica: Una historia de la desaparición forzada en México, 1940-1980. Se trata de un tema que debería ser historia, pero no le es.
Al inicio de 2019, el Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No Localizadas sobrepasaba los 40 mil nombres. La desaparición forzada, dice el autor, es “una forma específica de las violencias de Estado que se presentan como una práctica, particularmente dentro de las instituciones encargadas de la seguridad, que en algunos momentos aparece como estrategia sistemática, planificada y ejecutada desde o al amparo del Estado, para la eliminación de aquellos definidos como enemigo político”.
[Tiempo Suspendido] parte de un hecho: en los 1970 surgió una disidencia política y social en México, “que consideró históricamente necesario y moralmente justificado iniciar un proceso de transformación radical de un régimen que no cumplió con los postulados de justicia social de la revolución de 1910…”
Siguiendo a Jorge Carpizo, el autoritarismo mexicano en su período clásico se condensaba en una presidencia con amplios poderes constitucionales y metaconstitucionales (El presidencialismo mexicano, 1978), también tenía otra cara: un conjunto de poderes anticonstitucionales y criminales.
[Tiempo suspendido] examina la desaparición forzada dentro de los marcos de la Guerra Fría y del autoritarismo mexicano. En el espacio temporal que abarca —1950 a 1985— ambos factores se fundieron para propiciar “prácticas y técnicas [de represión], que llegaron a configurar en algunos momentos y espacios prácticas de terrorismo de Estado”. La investigación está centrada en tres de los estados donde se manifestó de manera más aguda: Guerrero, Oaxaca y Sinaloa. Y si bien aún queda mucho campo por desbrozar, ya hay conclusiones.
La estrategia contraguerrillera de la época se desarrolló en tres temporalidades. Entre 1940 y 1970 se practicó una desaparición forzada “primitiva” o “tradicional”. A partir de 1971 y hasta 1978 el proceso se institucionalizó, burocratizó y tomó la forma de un “complejo contrainsurgente” que adquirió un espacio y peso propios dentro del aparato del Estado. El núcleo del “complejo” lo formaron Segob, Sedena, PGR y el poder judicial. En un segundo plano se encontraron los operadores: la DFS, la policía militar, la llamada “Brigada Especial” y otros; las policías estatales y municipales formaron la base.
Los operadores de la represión pasaron de respuestas ad hoc a institucionalizar el “circuito de la detención-desaparición” que estuvo compuesto de tres fases: 1) la captura, 2) el confinamiento y 3) la “definición final”. En 1977, cuando la actividad guerrillera amainó, el “complejo contrainsurgente” empezó a tomar nueva forma en las campañas contra el narcotráfico y que culminarían en la “guerra contra el narco”. En este contexto ya no entraría la DFS pues la voluntad presidencial hizo desaparecer a esos “desaparecedores” porque el narco ya los había penetrado al punto de volverlos disfuncionales.
[Tiempo suspendido] muestra que la fase clave del sistema represor era la que seguía a la captura del enemigo: el período de detención. Aquí la tortura tuvo un papel central. Vicente Ovalle explora e ilustra esta fase con documentos y entrevistas a sobrevivientes. La tortura tenía por objeto no sólo obtener información, sino arrancar una confesión que se convirtiera en “la verdad de Estado sobre el enemigo” y esa “verdad” consistía en despolitizar su acción para convertirla en mera acción de un delincuente vulgar. Y aquí debe notarse que esa tortura se llevó a cabo en prisiones clandestinas ubicados generalmente dentro de cuarteles y habilitadas para servir a un doble propósito: centros de detención y espacios de tortura.
Tras la tortura venía decidir la suerte final del prisionero. Su desaparición podía resultar temporal o permanente. Los datos muestran que entre 1974 y 1975 —momento pico de la represión— se privilegió esta última.
Toda historia de lo social implica examinar y juzgar el pasado desde la óptica de los valores y preocupaciones del presente, lo que obliga a la reflexión sobre las posibilidades del futuro. La desaparición forzada no debe volver a ser una de éstas.
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