Contagio y letalidad.
El potencial de una epidemia se mide por su número reproductivo. En el
caso del nuevo coronavirus (Covid-19) significa que cada enfermo
contagia de dos a tres personas. Pero el virus crece de forma
exponencial en sus primeras etapas. En Europa se está doblando cada tres
días. El virus tiene un tiempo de contagio de cinco a seis días. Según
la Orgnización Mundial de la Salud, han muerto de 3 a 4 por ciento de
las personas que se saben han contraído la enfermedad. Un caso para
subrayar es, empero, Corea del Sur, con una mortalidad más baja, de 0.6
por ciento.
La tensión sanitaria. El virus transporta no sólo el contagio, sino
varias tensiones. La primera es la sanitaria. El propósito es retrasar
el salto exponencial de contagiados, porque se quiere evitar que las
capacidades sanitarias sean rebasadas por el número creciente de
contagios. Ningún país del mundo estaba preparado para el crecimiento
exponencial de contagios. Por ello
aplanarla curva de contagios, para que sea compatible con las capacidades sanitarias de cada país. La primera tensión depende de cómo nos comportemos como personas. De ahí el confinamiento y la suspensión de actividades normales, es decir, las medidas de distanciamiento social.
La tensión laboral. Todo lo que se haga para aplanar la curva de
contagios repercutirá inmediatamente en el ámbito económico. El efecto
económico más explosivo que generó el virus al inicio fue la disrupción
de las cadenas productivas. A diferencia de la crisis de 2008-2009 no es
una crisis financiera, sino en los sectores directamente productivos.
El punto clave ahora es cómo se defienden los empleos. Cuando la
población se encuentra en empleo formal el dilema es cuánto está
dispuesto a gastar el gobierno para sostener a los desempleados por la
crisis y para sanear a las empresas más afectadas.
Informalidad. Cuando más de 60 por ciento de los trabajadores está en
la informalidad existe un problema distinto. Samaniego y Murayama
clasificaban el empleo informal ( Nexos, 2012) en 9.7 millones
de trabajadores por cuenta propia informales, 3.1 millones sin
remuneraciones –que laboran o no para sus familias– y 15 millones más
que son subordinados pero no cuentan con prestaciones. Entre estos
últimos destacan 7 millones que trabajan para empresas formales pero sin
contratos (cobraban por honorarios, por ejemplo), un millón informales
que laboran para instituciones públicas –como gobiernos–, así como 2
millones de empleadas domésticas.
Suma cero. Estas tensiones no las puedes resolver metiéndote en un
callejón sin salida: o dejas que se infecten más y algunos mueran por la
epidemia, o manejas más lentamente la curva de contagio y algunos
fallecen de hambre. Este dilema sólo se lo plantea un demagogo o un
enloquecido. ¡Que existen!
La tensión social. Un ciudadano con sentido común reconoce las
tensiones sanitaria y económica, y añadiría una tercera: la social.
Entre seguir la vida en nuestra normalidad o aceptar las medidas que nos
llevan a una anormalidad forzada. Forzada, ¿por quién? No estamos en un
régimen autoritario, así que esa anormalidad, en su mayor parte, tiene
que ser consentida.
¿Por qué habríamos de consentir? Por solidaridad. Existe en México a
raudales, como en muchas otras sociedades, pero requiere confianza. En
el gobierno, pero también en los otros actores. El gobierno, a través de
los programas sociales, debe bajar la edad para recibir recursos de
Adultos Mayores. Jóvenes Construyendo el Futuro debe focalizarse en
mujeres que están en la informalidad. Y así con los demás programas
sociales. El sector empresarial debe ampliar la acción de sus
fundaciones de apoyo social. Debemos mantener la red de abasto de
medicamentos y alimentos.
Pero la fuerza principal somos nosotras y nosotros.
Recomiendo un texto de la economista Mariana Mazzucato en The Guardian (18 marzo).
Twitter: http://twitter.com/gusto47
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