En abril de 2009 publiqué
en estas páginas una crónica a raíz de la epidemia causada por un virus
desconocido. Fueron tiempos terribles, pero todo pasó y nos
recuperamos. En estos momentos tan difíciles quiero compartirla con
ustedes queridos lectores.
Desde los aciagos días posteriores a los terremotos de 1985 no
habíamos vuelto a ver tan triste nuestra amada Ciudad de México. Se
siente un ambiente de desolación: las calles semivacías, los cafés,
restaurantes, fondas y demás sitios de encuentro cerrados, con
improvisados letreros en las puertas que anuncian la medida, gente sin
rostro, embozada con cubrebocas y la mirada triste o angustiada.
Son los efectos del nuevo virus de influenza porcina, aunque ahora
dicen que en realidad no viene del puerco, pero por lo pronto ya
cancelaron a México la compra de carne de cerdo en el extranjero. Las
últimas cifras del día que escribí esta crónica, jueves 30 de abril, son
de ocho muertos comprobados por la OMS, así que el virus no parece ser
letal. Según especialistas en la mayoría de los casos se cura solo, como
las gripas. Aunque todavía no hay vacuna, sí medicamentos que lo
alivian, lo cual sucede con gran rapidez. La eficaz actuación
gubernamental ha sido reconocida en todo el mundo y la situación parece
estar bajo control.
Los costos en muchos sentidos han sido terribles; las pérdidas
económicas, incuantificables. La medida que tomó el gobierno capitalino
de cerrar los sitios para comer o tomar un café fue para muchos
exagerada e innecesaria, ya que tenían de por sí muy baja concurrencia,
con lo que era inaplicable el argumento de las aglomeraciones; esto ha
provocado pérdidas de alrededor de 150 millones de pesos diarios y ponen
en riesgo 450 mil empleos directos y 900 mil indirectos.
El comportamiento de la población ha sido ejemplar al acatar las
instrucciones que los medios difunden interminablemente; esta capacidad
de comunicar masivamente y los avances de la medicina son dichas que
nuestros antepasados no tuvieron, por lo que las epidemias los diezmaban
despiadadamente.
Recordemos lo que dice el Calendario de Navarro de 1851 sobre la
epidemia de cólera que azotó la ciudad un año antes: “Las calles
silenciosas y desiertas en que resonaban a distancia los pasos
precipitados de alguno que corría en pos de auxilio; las banderas
amarillas, negras y blancas que servían de aviso de la enfermedad; las
boticas apretadas de gente; los templos con las puertas abiertas de par
en par con mil luces en los altares, la gente arrodillada con los brazos
en cruz y derramando lágrimas... A gran distancia el chirrido lúgubre
de carros que atravesaban llenos de cadáveres.
Los panteones de Tlaltelolco, San Lázaro, el Caballete y otros rebozaban de cuerpos: de los accesos de terror, de los alaridos de duelo se pasaban en aquellos lugares a las alegrías locas y las escenas de escandalosa gritería, interrumpida por cantos lúgubres y por ceremonias religiosas. En el interior de las casas todo eran fumigaciones, riegos de vinagre y cloruro, calabazas con vinagre atrás de las puertas, la cazuela solitaria del arroz y la parrilla en el brasero, y frente a los santos, las velas encendidas.
El
método curativoera peor que la enfermedad:
Al primer síntoma propine grandes locaciones sobre el espinazo, los riñones y el vientre alternativamente con aguardiente alcanforado y agua sedativa durante un cuarto de hora; en seguida, friegas sobre las mismas partes con pomada alcanforada; al mismo tiempo se administrará al enfermo cinco gramos de acíbar en varias tomas con copitas de aguardiente alcanforado. Se le administrará un lavativa vermífuga. Aplicar sobre el vientre una cataplasma vermífuga y al mismo tiempo friegas de pomada alcanforada sobre el espinazo. Si el mal resistiera, en último caso se administrarán dos granos de calomelano en polvo, o 12 en pedacitos en seguida aceite de ricino. Después...
descanse en paz. ¿No cree usted?
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