Editorial La Jornada
El fiscal general de Estados
Unidos, William Barr, acusó ayer al presidente de Venezuela, Nicolás
Maduro, y a cuatro políticos allegados a él, de “haber participado en
una asociación delictiva que involucraría a una
organización terrorista extremadamente violenta–las extintas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, FARC– en un esfuerzo por
inundar Estados Unidos de cocaína, así como de conspirar para utilizar la venta de drogas como un
armacontra la superpotencia, la nación estadunidense, entre otros cargos. Al mismo tiempo, el secretario de Estado de Washington, Mike Pompeo, anunció que el gobierno de Donald Trump ofrecerá 15 millones de dólares a quien provea información que lleve al arresto del mandatario venezolano, y 10 millones por datos referentes a los otros cuatro personajes, entre quienes se encuentra el presidente de la Asamblea Nacional Constituyente, Diosdado Cabello.
Las acusaciones resultan a todas luces delirantes y grotescas y no
pueden tomarse sino como el burdo intento de proveer un disfraz judicial
a la política intervencionista de la Casa Blanca en contra de
Venezuela. En este sentido, cabe recordar que la relación del gobierno
de Maduro con las FARC no tuvo nada que ver con el narcotráfico y mucho
menos con una conspiración contra Estados Unidos, sino con el papel de
veeduría ejercido por Caracas durante el proceso de diálogo que permitió
poner fin al conflicto armado más añejo de América Latina con la firma
del acuerdo final de paz, el 26 de septiembre de 2016, un hito de la
negociación en el que también participaron Cuba, Noruega y Chile, y al
que se opusieron de manera virulenta las ultraderechas colombiana y
estadunidense.
Como ha señalado el propio Maduro, esta acusación sin precedente,
concebible únicamente en el marco de la ruptura de Donald Trump con
cualquier indicio de legalidad y de sensatez en sus relaciones con el
resto del mundo, trae de vuelta el espectro de lo ocurrido entre
diciembre de 1989 y enero de 1990 en Panamá, cuando la administración de
George Bush emprendió una salvaje invasión contra ese país, asesinó a
miles de civiles y militares, y secuestró al entonces presidente Manuel
Antonio Noriega, a quien mantuvo retenido hasta 2008.
Así, las medidas anunciadas por los titulares de los departamentos de
Justicia y de Estado vienen a sumarse a la serie de gestos electoreros
del gobierno de Trump con un alto potencial de desestabilización
internacional, en este caso dirigido a los opositores venezolanos que
residen en Miami, una entidad donde el magnate triunfó con un estrecho
margen en los comicios de 2016. Con todo, este lance que busca reanimar a
los sectores golpistas que actúan en Venezuela podría también resultar
contraproducente a los intereses de la ultraderecha por cuanto su
carácter excesivo plantea el riesgo de fragmentar a la coalición de
gobiernos antichavistas.
Lo cierto es que el mundo debe prepararse para presenciar nuevos
gestos tan esperpénticos y ominosos como éste por parte del gobierno
republicano de aquí a las elecciones presidenciales del martes 3 de
noviembre.
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