Hermann Bellinghausen
Nunca pensamos que las ratas
serían nuestras nuevas mejores amigas, y esa no fue la única cosa
sorprendente de aquellos días tan largos y aquellas noches en duermevela
sostenida, expuestos ya no al Sol sino a las pantallas luminosas de
nuestra conciencia exterior. La interior la habíamos perdido, iba a
dificultarse recuperarla. Tendríamos tiempo para ello, algo que no
previmos ni de lejos. Los pronósticos meteorológicos ya venían
gobernando nuestras vidas y el reiterado anuncio, por meses y semanas,
se reducía al riesgo de inundaciones; los deslaves y derrumbes serían
resultado de las sequías y los incendios que las siguieron, cada año más
cerca de la ciudad. Pero la realidad no sólo depende del clima ni de
los horóscopos. Hasta los poderosos algoritmos fallaron a la hora de la
hora.
Eso sí, ingeniosos como somos, acumulamos chistes y parodias como si
víveres o municiones fueran, y nos reímos del cambio climático tanto
como de la Pelona en Difuntos, en esa tradición jocoseria del
anda putilla del rubor helado, anda, vámonos al diablo.
La nata nos cogió desprevenidos. Se instaló aquí encima de un día
para otro y los expertos no lograban explicarla, su color café y pardo,
su aroma agrio al que uno se acababa acostumbrando. Ni de dónde salió,
qué significaba, cuánto iba a durar. Soñábamos tzompantlis pero nos
ganaba la risa. Nos despertaban nuestras propias carcajadas, y con ellas
despertábamos al resto de la familia. Una noche uno de los niños, otras
era Irma, o yo, o la portera que se había mudado con nosotros porque su
marido roncaba. La temporada de la nata tuvo efectos diversos, y doña
China aprovechó para dejar al hombre. Muchos divorcios se incubaron
entonces, pero también reconciliaciones y embarazos. Sería la generación
de la nata, como hubo de la guerra, de las huelgas estudiantiles, del
ordenado desorden a fin de milenio. El futuro no cesa, ni siquiera
cuando parece que ya terminó su tarea.
Entre albures y miedos secretos apechugamos con las nuevas reglas,
más paranoicas que las anteriores. Explicable. A veces la paranoia es
buena consejera, si no te domina. Era una cosa en el aire, una cosa de
nuestras propias miserias, así que dimos en desconfiar de la intemperie y
del contacto propiamente físico más allá de las cuatro paredes. Tampoco
se piense que fue tan grave. Ya veníamos acostumbrados a la cercanía
imaginaria, a la intimidad cifrada y compartida en el éter, al sexo
virtual y la educación a distancia. Conocíamos a nuestros amigos en
fotografía. El resto de nuestro archivo eran recuerdos analógicos de
infancia.
Como cabía esperar, al principio la gente vio la llegada de las ratas
como una plaga. Los antecedentes históricos eran abrumadores, su mala
fama pública la tenían bien ganada, cómplices y vectores de pestes
bubónicas y virus rabiosos. Mas no olvidemos que la humanidad había
evolucionado mucho en materia de derechos humanos de los animales, de
manera que perros y gatos se sentaban con la familia a la mesa, se
escuchaba la opinión de las compañeras cotorras, se habían proscrito las
corridas de toros, las peleas de perros y gallos. Se redujo al mínimo
la tortura de pollos y demás especies propiciatorias, y aunque el verde
había desaparecido de nuestras vidas más allá de limitados huertos en
las azoteas donde no hubiera tendederos, nos alimentábamos de granos
procesados, harinas de otro costal y frituras derivadas de los
combustibles fósiles. El agua era cada día más escasa y cara.
Las ratas dejaron de ser parásitas o víctimas de la ciencia. Se
limitó al máximo su uso en laboratorio, y una población amable y
educada, doméstica por así decir, de ratas que resultaron más
inteligentes que los perros, conquistó igualdad con la población felina.
Descubrir su empatía nos llenó de gozo y, cosa inesperada, se volvieron
mensajeras y embajadoras de las familias enclaustradas. En la casa cada
quien tenía rata propia.
Ellas nos traían noticias de las amistades y querencias mejor que los
dispositivos inalámbricos a los que todos teníamos la obligación. Las
palomas mensajeras de las viejas azoteas apenas sobrevivirían a la nata.
Las ratas dejaron de pasar por alimañas desagradables, se volvieron
mejores amigas del hombre y de la mujer. Quién podía no tener la suya,
si no es que la parejita, con bufanda y orejeras en invierno. La nata
siguió ahí, las inundaciones, como los bárbaros, no llegaban, pero
gracias a las ratas evolucionadas nos hicimos mejores personas.
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