“El periodo comprendido
entre 1990 y 2025/2050 será muy probablemente un periodo de poca paz,
poca estabilidad y poca legitimación”, escribía Immanuel Wallerstein en
1994*. En periodos de turbulencia y confusión, conviene consultar
brújulas. Él era una de las más notables y, además, era de los nuestros.
En rigor, los grandes eventos globales como las guerras y las
pandemias no crean nuevas tendencias sino que profundizan y aceleran las
ya existentes.
Tres tendencias de fondo, que nacieron probablemente a raíz de la
revolución de 1968, se están desplegando de modo formidable en estos
momentos: la crisis del sistema-mundo, con la consiguiente transición
hegemónica Occidente-Oriente; la militarización de las sociedades ante
la incapacidad de los Estados-nación de integrar y contener a las clases
peligrosas; y las múltiples insurgencias de abajo, que son el aspecto
central de este periodo.
Quienes piensan en la centralidad del conflicto entre Estados, en la
hegemonía y la geopolítica, pueden confiar en que la tendencia hacia el
ascenso de Asia Pacífico, China en particular, y la decadencia de
Estados Unidos, se están acelerando durante la pandemia.
El Pentágono y otras agencias harán todo lo posible por enlentecer
ese proceso, ya que no pueden revertirlo, con las más diversas medidas,
incluyendo una no descartable confrontación nuclear, que creen poder
ganar. Ni siquiera algo tan siniestro puede modificar las tendencias de
fondo.
Quienes nos empeñamos en la lucha contra el patriarcado, el
colonialismo y el capitalismo, no podemos confiar en los Estados que
están militarizando rápidamente a nuestras sociedades. Quiero centrarme
en cómo nos afecta a los pueblos/sociedades en movimiento la situación
actual.
En primer lugar, se acelera la crisis civilizatoria, que se superpone
a la crisis del sistema-mundo. No estamos ante una crisis más sino ante
el comienzo de un
proceso largo(Wallerstein) de caos sistémico, atravesado de guerras y pandemias, que durará varias décadas hasta que se estabilice un nuevo orden.
Este periodo que, insisto, no es una coyuntura ni una crisis
tradicional sino algo completamente diferente, puede ser definido como
colapso, siempre que no entendamos por ello un evento puntual sino un periodo más o menos prolongado.
Durante este colapso o caos, se produce una fuerte competencia entre
estados y capitales, un potente conflicto entre clases y pueblos con
esos poderes, en medio de una creciente crisis climática y sanitaria.
Por colapso entiendo (siguiendo a Ramón Fernández y Luis González)**,
la disminución drástica de la complejidad política, económica y social
de una estructura social. Los sistemas complejos pierden resiliencia a
medida que aumentan su complejidad para responder a los desafíos que
enfrentan.
Las sociedades basadas en la dominación tienden a aumentar su complejidad como respuesta a los desafíos que van encarando(p. 26, t. I).
Por ejemplo: derrochan energía, se vuelven más jerárquicas y rígidas,
y no pueden evolucionar. En concreto: la gran ciudad es mucho más
vulnerable que una comunidad rural. Ésta es autosuficiente, usa la
energía que necesita, no contamina, es poco jerárquica y, por tanto, es
más eficiente. Aquella no tiene salida, salvo el colapso.
En segundo lugar, durante este largo proceso de colapso, más parecido
a una piedra rodando por una pendiente que cayendo a un precipicio,
habrá enorme destrucción material y, lamentablemente, de vidas humanas y
no humanas. Es la condición para pasar de
lo complejo, grande, rápido y centralizado, a lo sencillo, lento, pequeño y descentralizado(p. 337, t. II).
Lo que nos atañe como pueblos y clases es un proceso de barbarie que
implica la canibalización de las relaciones sociales y con la
naturaleza. Sobrevivir como pueblos será tan arduo como lo fue para los
originarios la invasión colonial española. Un cataclismo al que llamaron
“ pachakutik”.
La tercera cuestión es cómo actuar como movimientos antisistémicos.
Lo básico es comprender que vivimos en el interior de un campo de
concentración, algo evidente en estos días de confinamiento obligatorio.
¿Cómo se resiste y se cambia el mundo dentro de un campo?
Organizarnos es lo primero. Luego, hacerlo con discreción, que no se
enteren los guardias (de derecha o de izquierda) porque es condición de
sobrevivencia.
Lo que sigue: trabajar en colectivo (minga/tequio), comunitariamente,
para garantizar la autonomía de alimentos, agua, salud; en una palabra:
reproducción de la vida. Decidir en colectivo, en asamblea.
Podemos hacerlo. Lo hacen a diario los pueblos originarios en
movimiento: zapatistas, mapuche, nasa/misak, entre otros. Lo hacen
incluso los compas de la Comunidad Acapantizingo en Iztapalapa (Cdmx), en la panza del monstruo.
Podemos construir arcas. Ejemplos no nos faltan.
*
Paz, estabilidad y legitimación, en
Capitalismo histórico y movimientos anti-sistémicos, Akal, 2004.
**
En la espiral de la energía, Libros en Acción/Baladre, 2014.
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