Leonado García Tsao
▲ Un mural de Marilyn Monroe y dos personas en motocicleta atestiguan una solitaria Cannes, sin festival.Foto Ap
En circunstancias normales –es
decir, sin la amenaza del Covid 19–, yo estaría ahora escribiendo mi
crónica diaria del 73 festival de Cannes. A pesar de los esfuerzos del
director artístico Thierry Frémaux de mantener vivo al festival (se
habló de una edición tardía a fines de junio o principios de julio),
finalmente hubo que cancelarlo. Al principio tomé la noticia como
oportunidad para descansar en mayo y ahorrarme un billete, pero llegado
el momento siento como si me hubieran robado algo importante.
No hay de otra. Asistir a Cannes es un privilegio que nos permite
ponernos al día en cuanto a cine. No se trata sólo de ver una treintena
de películas de estreno, que se supone califican como las mejores del
mundo. El festival es mucho más que eso. Es encontrarse durante 12 días
en una especie de mundo alterno donde se habla primordialmente de cine.
Es también rencontrarse con amistades que se han cosechado a lo largo de
compartir las mismas manías.
Como saben mis lectores fieles, me gusta quejarme, y en Cannes me
quejo de las multitudes, de los petardos disfrazados de buenas
películas, de las fallas de organización y hasta del clima a veces
lluvioso (que no es culpa del festival, desde luego). Pero ahora, bajo
la condena de ver Netflix todos los días, me encuentro sumido en la
nostalgia, añorando hasta las molestias de Cannes.
En 28 años de asistir de manera casi ininterrumpida, uno se ha hecho
de una rutina que se alteró apenas el año pasado con el cambio
inoperante de las funciones de prensa. Es un ritual que consistía en
levantarse todos los días a las siete de la mañana (cosa que no hago ni
loco en mi vida cotidiana), ver la primera película de la competencia en
la gran sala Lumière. Después, ver otro título de la sección oficial
–ya sea de la sección Una Cierta Mirada o de las especiales fuera de
concurso– o lanzarse a caminar hasta la Quincena de Realizadores o la
Semana de la Crítica, si algo viene precedido de buenos rumores. Luego,
comer de manera apresurada en alguno de los equivalentes franceses de la
fonda de comida corrida (a 15 euros en promedio) y encontrarme un
tiempo para escribir mi artículo para este diario.
En la tarde se repetía el proceso: ver otro título de Una Cierta
Mirada y a las siete o siete y media, la película que competía al día
siguiente. Al concluir, recoger en el casillero la programación oficial
del día siguiente, confrontar lo que llamo
el pasillo de las opiniones, donde los colegas comparan sus puntos de vista (
¡No me digas que te gustó!). Finalmente, la comida relajada del día: la cena. Tengo los mejores recuerdos de haber cenado con amigos –los brasileños José Carlos Avellar y León Cakoff, el argentino Juan Carlos Frugone, el español Diego Galán– que, por desgracia, ya no están entre nosotros, y con mi compañía más constante y querida, la ecuatoriana Daniela Creamer. Ese ritual se cumplía con variantes mínimas. Por ahí había una fiesta (como la obligatoria de la delegación mexicana) que obligaba al desvelón. Y así sucesivamente por 12 días hasta acabar extenuado.
De todo eso me ha despojado el coronavirus. La cancelación de Cannes
por tercera vez en su historia (las anteriores fueron por la Segunda
Guerra Mundial y el movimiento del 68), nos trae a colación la
importancia de los festivales de cine y las múltiples razones por las
que deben subsistir, más allá de las pandemias. Apreciar las películas
en salas, discutir con colegas, ejercer la crítica, comprobar el
comportamiento de la industria, ver pasar de ladito al Star System,
practicar el chisme… todo es esencial para mantener vivo al cine.
Eso de ver diario las películas en una pantalla de televisión, encerrado en casa, no es vida.
Twitter: @walyder
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