Un populoso barrio de la
ciudad de Monterrey parece vibrar cada día al ritmo de la cumbia y el
vallenato. Es la pequeña Colombia que había ya retratado de modo
sugerente el realizador regiomontano René Villarreal en Cumbia callera
(2007), su memorable épica sentimental. En ese lugar las pandillas
juveniles siguen imponiendo su ley en las calles y ahora colaboran
abiertamente con el crimen organizado, que se presenta como benefactor
de un pueblo al que reparte despensas en plena campaña electoral. En Ya no estoy aquí (2019), segundo largometraje de ficción de Fernando Frías de la Parra (Rezeta, 2012), el adolescente Ulises (Juan Daniel García), líder de los
terkos lokos, una banda pacífica y traviesa, guarda distancia cautelosa con ese ejercicio diario de la violencia y sólo se ocupa en cultivar su afición por la música tropical, la vestimenta suelta, los cortes de pelo estrafalarios, y la meticulosa apropiación de un singular estilo de bailar del que se vuelve un maestro indiscutible.

La manera intransigente con que Ulises se sustrae continuamente a la
deformación cultural y a la pérdida inducida de su habla peculiar y sus
atuendos heterodoxos, hace honor a los signos y rituales de la banda a
la que pertenece: esos
terkosque la película define, en los créditos iniciales, como irreductibles y obstinados. El tipo de afirmación personal que ostenta Ulises lo mostraba ya la protagonista femenina de Rezeta, quien, al final de su travesía desde su natal Albania hasta la Ciudad de México, prefería la libertad de la itinerancia continua a las seguridades de un sedentarismo afectivo.
En Ya no estoy aquí el afán libertario se expresa ya no
tanto en las obligadas mudanzas territoriales, a la postre
decepcionantes, sino en el goce imperturbable de la música y de una
identidad muy propia en dos países muy diferentes. En Nueva York, el
indocumentado Ulises sólo tiene derecho a miradas de curiosidad o de
empatía compasiva, incluso por parte de una joven amiga asiática incapaz
de brindarle una solidaridad verdadera. El único gesto breve de ternura
lo recibe de una prostituta colombiana con la que sólo tiene en común
el gusto por la cumbia auténtica. El resto es un mundo ajeno en el cual
se siente despreciado y al que sin rodeos le devuelve las afrentas.
En Ya no estoy aquí la libertad formal es atractiva: la
cámara explora con fluidez los espacios de las barriadas, serpentea por
las calles estrechas de mercados ambulantes o por los pasillos del metro
neoyorquino y los ámbitos varios del trabajo informal, mientras el
trabajo de edición permite transitar ágilmente de un país a otro, por
contextos culturales contrastantes, en la accidentada trayectoria de un
Ulises a la vez maravillado, doliente y perplejo.
Una de las mayores distinciones de la cinta es, sin duda, su apuesta
musical, vigorosa y variada, con interpretaciones de cumbia que van
desde los ritmos de un maestro como Lisandro Meza hasta la melodía que
confiere el título al relato. Otra más es el afiladísimo oído del
director y guionista para recuperar la exuberancia verbal de sus
protagonistas (destacable en la escena de los
terkos lokoscon un vendedor ambulante experto en música de cumbia). Defensa e ilustración de una contracultura musical gozosamente estimulante.
Presentada en la pasada edición del Festival Internacional de Cine de
Morelia (premio al mejor largometraje de ficción y premio del público),
Ya no estoy aquí tiene esta semana su estreno formal en la plataforma Netflix.
Twitter: @CarlosBonfil1
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