Editorial La Jornada
El asesinato del ciudadano
afroestadunidense George Floyd, perpetrado el 25 de mayo por agentes
policiales en Minneapolis, Minnesota, que ha generado protestas sin
precedente en las calles de las principales ciudades estadunidenses, se
convirtió este fin de semana en un motivo para movilizaciones contra el
racismo en países de tres continentes.
En Londres, Edimburgo, Madrid, Barcelona, Bruselas, Amberes, París y
Berlín; en Sidney, Tokio y Seúl; en la Ciudad de México, Guadalajara,
Brasilia, Río de Janeiro y Sao Paulo, entre otras, incontables personas
han expresado su repudio a la discriminación.
En esta capital y en Guadalajara, las movilizaciones en demanda de
justicia para Giovanni López, quien murió cuando estaba en manos de la
policía de Ixtlahuacán de los Membrillos, incorporaron motivos alusivos a
Floyd; otro tanto hicieron los manifestantes brasileños, que salieron a
las calles a repudiar los incontables disparates del presidente Jair
Bolsonaro.
En todos los casos, las marchas han agregado inconformidades locales
al clamor internacional de un alto al racismo y a la violencia policial.
Así, en medio de la recesión económica y las medidas sanitarias de
atenuación de la pandemia que aún se encuentran en vigor en buena parte
del mundo, las movilizaciones sociales han encontrado un nuevo eje
articulador en la lucha contra la discriminación, una miseria
profundamente enquistada en las instituciones y en la mentalidad social
de todas las naciones.
Porque así como las disposiciones formales en contra del racismo y la
discriminación han sido incorporadas a las legislaciones de la mayor
parte de las naciones, no hay un solo país en el planeta que pueda
vanagloriarse de estar libre de esas prácticas que tienen múltiples
víctimas: se discrimina a las mujeres, a los negros, a los indígenas, a
los islámicos,a los judíos, a los cristianos, a los extranje-ros, a los
naturales, a los enfermos, a los pobres, a los migrantes, a las minorías
sexuales, a las personas con discapacidad, a los menores y a los
ancianos. Ancestral y atávica, la discriminación es un ejercicio de
violencia que en el mundo moderno conlleva un conjunto de delitos, en la
medida en que afecta diversos derechos de quienes la padecen, y que
pueden ir desde ataques a la dignidad hasta la privación de la vida,
como ocurrió con Floyd, y el racismo en sus múltiples expresiones ha
matado a más personas que las epidemias.
No debe pasarse por alto que en la actual realidad globalizada, en la
que muchas de las grandes urbes son una congregación de comunidades de
orígenes étnicos diferentes, centenares de millones de individuos se
encuentran expuestos a los riesgos que implica esta violencia. Es
lógico, en consecuencia, que la demanda de un alto a las prácticas y
actitudes racistas y discriminatorias sea también global; es de
extrañar, en todo caso, que no se haya manifestado antes con la fuerza
que ha tomado en días recientes.
Cabe esperar que las movilizaciones en curso obliguen a las
autoridades nacionales y a los organismos internacionales a poner en
práctica mecanismos más eficaces y contundentes para combatir y
erradicar el racismo y la discriminación, desde su inclusión en los
programas educativos hasta el endurecimiento de castigos legales para
los infractores, ya sea que se trate de individuos, empresas o
instituciones.
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