León Bendesky
Hay violencia abierta,
visible, palpable. Hay violencia que se ejerce de muchas maneras,
soterradamente. Las formas y los niveles de violencia conforman todo un
inmenso catálogo histórico, social, humano, político. No es lo mismo
presenciarla que saber de ella, sea por relatos o imágenes; el grado de
impresión que provocan es distinto. No es lo mismo imaginar el objeto de
la violencia que verlo. No es igual el resultado que el proceso de cómo
se perpetró el acto violento, saber cómo es que eso ocurrió.
No puede haber candidez alguna con respecto a los actos, los dichos,
las actitudes violentas. Eso lo sabemos bien en México (desde Tijuana
irradiando por todo el mapa) durante mucho tiempo y sin menguar.
El hecho concreto que hoy convoca a la protesta a millares de
personas por todas partes, el hecho comprobable, es que la rodilla del
oficial de la policía de Minneapolis estaba encima del cuello de George
Floyd, que había sido esposado anteriormente y sometido con exceso de
fuerza y saña, indefenso. Murió ahí mismo. El hecho es que otros tres
oficiales asistieron de algún modo en el asesinato: omisos, diligentes,
al parecer convencidos de que eso es lo que debe hacerse a un hombre
como Floyd. Esa es hoy la imagen icónica de los excesos de la fuerza
policial. La de Floyd es la imagen de un racismo incrustado en el
tuétano de esa sociedad. No fue el único hecho ocurrido durante los días
recientes que quedó grabado. Son muchos. Así fue el empujón a un hombre
durante una protesta reprimida en Búfalo (Nueva York), que provocó la
rotura de la cabeza. Es otra pieza maestra de la violencia y la soberbia
ejercida oficialmente.
La violencia tiene muchas caras. La que involucra el abuso físico
impresiona de manera particular. Son muy diversos sus significados, pero
los hechos son contundentes. A menudo como individuos y como sociedad
nos acomodamos ante un hecho violento, al igual que a su abundancia, tal
vez por la impotencia que provocan. Lejos de acostumbrarnos a ella la
asimilamos de alguna manera para poder eludirla. Deja marcas. El acomodo
es sólo un remedio incompleto, únicamente escapamos temporalmente, pues
sabemos bien que la violencia está ahí con su efecto demoledor que se
acumula. El caso del joven asesinado en Guadalajara, tras haber sido
detenido por la policía, es uno más de la misma serie de Floyd. En
México no somos bisoños en cuanto a violencia se refiere.
En el caso de Estados Unidos se advierte, como no podía ser de otro
modo, que la violencia verbal no para en lo que se dice, sino que tiene
un impacto concreto en los hechos. El discurso de Trump durante años,
desde la campaña a la presidencia, tiene un efecto real de
confrontación. Lo ha promovido a sabiendas de lo que ocasiona, que su
base de apoyo lo celebra y ese es su objetivo principal.
Un rasgo de ese discurso violento, de los desplantes que lo acompañan
y que en estos días de protestas se han multiplicado, es que sus
declaraciones no paran, embisten contra todo y todos los que le
estorban. No escucha, pues para eso se necesita silencio, elemento del
que carece como hombre y político. Lo que hace, la provocación que
alienta como método, representa una real crisis del lenguaje, que se
diferencia radicalmente de un lenguaje de la crisis que envuelve a su
país y al resto del mundo.
El conflicto que ha abierto con las fuerzas armadas apunta al campo
constitucional. Al mismo tiempo, se exhibe la naturaleza represiva del
poder concentrado en las policías y sus organizaciones, que rebasa a las
autoridades electas y que el presidente parece ni siquiera cuestionar.
Ley y orden es la respuesta que da, más fuerza de contención ante la
gente que protesta en la calle (con los provocadores y oportunistas que
siempre los acompañan como un virus social). Y luego la foto fuera de la
iglesia episcopal de San Juan; el arrogante lenguaje del poder.
El poder del lenguaje es un elemento clave en el quehacer político y
la conformación de una sociedad. Hay un tipo de congruencia entre la
forma del lenguaje –qué, cómo y cuándo se dice– y el tipo del cuerpo
político que se establece. Desde el lado conservador, Joseph de Maistre
plantea explícitamente esa relación ( Las veladas de San Petersburgo,
1821) y Orwell lo hace en sus obras apuntando cómo se descomponen el
individuo y la nación en su conjunto cuando se tiñe el lenguaje y se
planta como el núcleo de una ideología determinada y del sistema
político.
Trump no inventó el racismo y la discriminación. Tampoco a la derecha
alternativa que se ha extendido por su país ni la brutal represión
policiaca, pero ciertamente nunca las ha confrontado directamente y
mucho menos las ha condenado. Las usa en su favor groseramente. Para eso
ha contado con el respaldo en bloque y disciplinado del otrora partido
de Abraham Lincoln, creado en 1854, opuesto a la extensión de la
esclavitud.
Cuántas veces se ha repetido esto en la historia, de uno y otro lado
de las concepciones ideológicas y las prácticas políticas. Ningún
lenguaje político es inocuo, pero sí los hay de distinta naturaleza.
Sobre esto no caben demasiadas ilusiones, sólo un acercamiento
pragmático y cauteloso.
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