El senador Ricardo
Monreal presentó una propuesta de reforma constitucional para fusionar
el Instituto Federal de Telecomunicaciones (IFT), la Comisión Federal de
Competencia Económica (Cofece) y la Comisión Reguladora de Energía
(CRE) en un solo órgano constitucional autónomo dotado de estatutos
acordes con el Tratado Comercial entre México, Estados Unidos y Canadá
(T-MEC). De acuerdo con el coordinador del grupo parlamentario de Morena
en el Senado, el fin del eventual Instituto Nacional de Mercados y
Competencia para el Bienestar (Inmecob) sería
garantizar las libres competencia y concurrencia, así como prevenir y combatir los monopolios en los sectores de telecomunicaciones y radiodifusión. Asimismo, aseguró que el Inmecob supondría un ahorro de 500 millones de pesos con respecto a los presupuestos combinados de IFT, Cofece y CRE. La reorganización referida dejaría las facultades de la CRE en materia de hidrocarburos en manos del Ejecutivo federal, el cual ejercería las funciones de regulación técnica y económica por conducto de la Comisión Nacional de Hidrocarburos.
Más allá de la iniciativa del legislador zacatecano, existe una
evidente necesidad de cuestionar la existencia de esos y otros
organismos autónomos, no sólo porque son intrínsecamente ajenos a
cualquier forma de control democrático y rendición de cuentas, además de
onerosos y propensos al dispendio –toda vez que sus altos funcionarios
se asignan sus propias percepciones y prestaciones–, sino porque su
concepción misma resulta anacrónica y poco pertinente en la nueva
realidad política, económica y social del país.
Debe considerarse, en primer lugar, que dichas instituciones
proliferaron como consecuencia del sometimiento nacional a los dictados
de organismos financieros internacionales, con el propósito común de
albergar a una tecnocracia siempre creciente que garantizara la
perpetuación de un modelo económico que ya no está en vigor: el
neoliberal.
Ese tipo de entidades son el resultado, contradictorio y paradójico,
de la consigna neoliberal de adelgazar al gobierno, y que, lejos de
optimizar el funcionamiento de la administración pública, engordaron la
nómina gubernamental con múltiples instancias cuyas directivas se
componen en función de arreglos interpartidistas mediante los cuales se
dio acomodo a amigos y aliados políticos.
Con el argumento de la falta de credibilidad de las entidades
gubernamentales, los funcionarios del ciclo neoliberal emprendieron la
transferencia de facultades del gobierno hacia estas entidades,
enajenación que cobró un carácter sistemático hasta poner en peligro la
capacidad de las autoridades elegidas democráticamente para diseñar e
implementar políticas públicas, como quedó patente a comienzo del
presente sexenio con los intentos de la CRE para dictar la política
energética de México atropellando las facultades de la Secretaría de
Energía.
En suma, con el pretexto de despolitizar decisiones y lineamientos
técnicos, se impuso la inamovilidad del neoliberalismo oligárquico
favorable a los intereses de los grandes conglomerados nacionales y
foráneos.
Por todo lo dicho, puede afirmarse que el aspecto más positivo de la
iniciativa del partido gobernante reside en abrir el debate acerca del
destino de estas entidades. Hoy parece claro que nunca debió elevarse al
rango de organismos autónomos, con personalidad jurídica y patrimonio
propio, a las oficinas reguladoras que pudieron realizar sus funciones
en términos mucho más austeros, eficaces y democráticos con sólo dotar a
las instancias respectivas de reglamentos precisos e instancias para
dirimir diferencias entre los diversos actores involucrados en cada
sector.
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