Claudio Lomnitz
Con el Covid-19 aprendí a
lavarme las manos como se las lavan los médicos: con esa frecuencia y
ese cuidado con toda la superficie de la mano y de los dedos. Ya nunca
me las volveré a lavármelas como lo hacía antes, de eso estoy seguro.
A los antropólogos nos suelen interesar esta clase de detalles. Ya desde la publicación original en 1939 de El proceso civilizatorio,
Norbert Elias había analizado en detalle la relación íntima que hubo
entre el nacimiento del Estado moderno y el desarrollo –muchas veces
bastante penoso– de los modales. Para Elias, el origen del Estado tuvo
precondiciones tanto políticas como
mentales; es decir, que necesitó cierto tipo de sujeto social para florecer.
Para esto, Elias hizo hincapié en la importancia política que tuvo el
desarrollo de los modales, y le dedicó el primer volumen de su obra
precisamente a ese tema, explorando cómo se fueron restringiendo las
manifestaciones abiertas de la sexualidad, la violencia y las funciones
naturales del cuerpo (echarse pedos, eructar, orinar o defecar en
espacios públicos, etcétera). Este proceso de restricción a los impulsos
naturales –que vino siempre apuntalado por el desarrollo de la corte–
se consolidó de la mano de la vergüenza, del recato, la simulación y la
pudibundez– que eran los sentimientos y actitudes necesarios para
introyectar todo aquel entramado de normas sociales que Freud llamó el
super-ego. Moraleja: los cambios de hábitos y prácticas de higiene corporal pueden tener también efectos sociales y políticos profundos.
Y si volvemos nuestra mirada a lo que sucede en este terreno hoy,
podemos rápidamente identificar algunos puntos de interés, como son
especialmente la adopción del cubrebocas, la implementación de la idea
de la
sana distancia, y la multiplicación de la frecuencia del lavado de manos y otros actos orientados a desinfectar superficies que han sido tocadas por otros.
Consideremos primero la cuestión del cubrebocas.
La primera vez que fui invitado a Japón, hace más de 15 años, llegué
sediento de ver ese maravilloso país (que, por cierto, en nada me
desilusionó). Pasé una primera noche corta, y salí de mi hotel temprano a
explorar las calles de alrededor. Casi de inmediato noté que entre la
mucha gente que circulaba en sus rutas al trabajo, había un número
importante de personas usando mascarillas. Inicialmente creí que se
trataba de pacientes con cáncer, en tratamiento de quimioterapia, que se
cubrían las bocas para evitar algún contagio. Sólo que eran demasiados.
Así es que le pregunté a mi anfitrión por el asunto y me explicó que
las personas que tenían alguna gripe usan el tapabocas no para
protegerse ellos de alguna enfermedad, sino para proteger a los demás.
El hecho me llamó mucho la atención. En Occidente esta precaución se
orienta al cuidado propio, mientras en Japón hay una idea cívica
respecto del contagio. Cada enfermo debía cuidar de los demás.
Se puede decir que el Covid implica una
niponizaciónde nuestra sociedad. Estamos ante la necesidad de cuidar a los demás, porque los podemos contagiar involuntariamente. Y, sin embargo, estamos acostumbrados a ver en el cubrebocas un instrumento para cuidarnos a nosotros mismos. Por eso, dejar de usarlo puede ser presentado como una señal de autosacrificio, en lugar de como un atentado al otro. Por eso, quizá, la secretaria de Gobernación se ufanó de no usarlo: ella, aseguró, está protegida. Así, la secretaria –que es una señora mayor– desea mostrar al mundo que está fuerte, y que el mundo no se preocupe por ella. Sólo que el tema civilizatorio del cubrebocas en realidad va enteramente por otro lado. La dinámica infecciosa del Covid implica que uno puede ser siempre un peligro para los demás.
Pasemos ahora otra nueva práctica: la sana distancia. La cultura
mexicana es, en su matriz, una cultura católica en que, como alegó
Octavio Paz hace ya 70 años, la salud pasa por la comunión antes que por
la higiene. En una cultura así, la distancia en principio no parece ser
una clave para la salud; lo sano es estrecharle la mano al amigo, o
darle un abrazo, sentarse a comer juntos... La comunión significa evitar
mostrar asco si el amigo te ofrece un trago de su vaso. Significa
también comer de su mismo plato. Probar lo que te convida. Mostrarse
indispuesto a ofrecer la mano o rechazar un refresco puede ser visto
como afrenta, especialmente si ese rechazo es interpretado como la
manifestación de alguna imaginada superioridad personal. Por esto,
conseguir que se guarde la sana distancia implica que el otro entienda
que quien la impone está ante todo protegiendo a los demás.
Así, los modales del Covid son formas sociales que implican una
ideología de cuidado del otro. Sólo que para que esto se entienda –para
que se comprenda que estos nuevos modales no son reflejo ni de egoísmo
ni de superioridad moral ni de debilidad personal– se requiere un
esfuerzo educativo que rebasa con mucho la danza de números y de
gráficas que vemos diariamente. El Covid implica desarrollar más el
proceso civilizatorio. Valdría la pena reconocerlo.
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