Editorial La Jornada
Un centenar de
personas embozadas, amparadas en el reclamo –sin duda justo– de poner
fin a la violencia policial, causó ayer destrozos de consideración en el
Centro Histórico capitalino.
La marcha, que no fue convocada por ningún colectivo conocido, dejó
como resultado comercios saqueados, monumentos vandalizados y mobiliario
urbano destruido, y en el curso de ésta ocurrieron conatos de
enfrentamiento entre los participantes y ciudadanos que buscaban
preservar sus establecimientos o que, simplemente, trataron de inducir a
los marchistas a la sensatez y al civismo.
La movilización tomó como bandera la demanda de justicia para
Melanie N, una menor que fue brutalmente agredida por efectivos policiales en una protesta realizada el viernes pasado, precisamente para repudiar la muerte de Giovanni López, un albañil de Jalisco, ocurrida mientras se encontraba bajo resguardo de la policía municipal de Ixtlahuacán de los Membrillos.
Cierto es: casos de violencia policial como los referidos son
indignantes e inadmisibles y en los días que transcurren remiten de
manera obligada al asesinato del afroestadunidense George Floyd,
perpetrado el 25 de mayo por varios efectivos policiales en Minneapolis,
Minnesota.
No obstante, los episodios ocurridos en esta capital y en Ixtlahuacán
son incomparables, no sólo porque en el segundo una persona perdió la
vida, presuntamente a manos de sus captores policiales, sino también
porque mientras en Jalisco el caso fue ocultado durante un mes, en la
Ciudad de México se actuó con celeridad para condenar la agresión a la
joven y se detuvo y remitió a las instancias correspondientes a los
presuntos agresores.
Por otra parte, aun cuando el derecho a la libre manifestación es
incuestionable, resulta por demás dudosa la legitimidad de la marcha de
ayer, en la que la destrucción sin sentido no fue la excepción ni un
desbordamiento de ánimos sino la norma en lo que pareció una conducta
deliberada de los participantes.
Debe considerarse que los actos de vandalismo tienen como telón de
fondo la determinación de las autoridades locales y federales de evitar
el uso de la fuerza como métodos para hacer frente a las protestas. A la
luz de ese hecho, la violencia sistemática de los marchistas lleva a
pensar que los organizadores de la movilización pretendían obligar a la
policía a contenerlos y a adoptar métodos represivos, algo que, a la
postre, no lograron.
Lo cierto es que provocaciones como la escenificada ayer colocan a
ambos niveles de gobierno ante la difícil disyuntiva de contradecir en
alguna medida sus propósitos de no recurrir a la represión o dejar en la
desprotección a la ciudadanía y abandonar a la urbe a merced de quien
decida violentarla.
En esta circunstancia, es claro que debe optarse por protocolos de
contención sin traspasar la delgada línea que los separan de la agresión
policial injustificada y de la represión a secas, y que ello requiere
de una reducación tan cuidadosa como intensiva de las fuerzas del orden.
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