Carlos Bonfil
Un
retorno a los clásicos. Ante el triste panorama de una cartelera
comercial dominada en México por una hegemonía hollywoodense
incuestionada, se perfilan hoy nuevas estrategias de distribución
paralela de un cine de calidad. La Cineteca Nacional ha optado por
combinar la exhibición de cine independiente, tanto local como
internacional, y el rescate de películas clásicas que muchos
espectadores desconocían por completo o a las que sólo tenían acceso
por medio de la piratería debido al alto costo de los videos
importados. A esta labor de promoción del cine clásico la completa una
consistente extensión académica con cursos y charlas.
Por otro lado, el Instituto Mexicano de Cinematografía (Imcine)
lanzó esta semana una plataforma de cine independiente en línea (www.filminlatino.mx)
que ofrece una salida para películas nacionales sin distribución
comercial, arrinconadas algunas en la Cineteca, y a un cine extranjero
de autor con paso fugaz por la cartelera y circuitos culturales. Sería
deseable que dicha oferta se extendiera al rescate sistemático de
películas clásicas para una formación más sólida de nuevos cinéfilos.
Iniciativas como filminlatino podrían beneficiarse, mediante convenios
y liberación de licencias, de los acervos de cinematecas extranjeras o
colecciones tan notables como la estadunidense Criterion, especializada
en la difusión de cine de calidad.
Con estrategias y herramientas de este tipo no podrían esos
cinéfilos pasar por alto el esplendor artístico de algunas obras como
las que hoy incluye la retrospectiva del japonés Kon Ichikawa en la
Cineteca Nacional, mismas que podrían también verse en línea, bajo
demanda, como opciones más interesantes a las limitadas propuestas de
Netflix o Clarovideo, plataformas abiertamente comerciales. Sería
absurdo menospreciar la rentabilidad, a mediano plazo, de iniciativas
culturales semejantes. La demanda existe, por supuesto, aunque
desafortunadamente en grado menor al de la miope desidia de quienes hoy
prefieren ignorarla.
Tomemos el caso de Ichikawa, cineasta japonés poco difundido en
México, de quien acaban de exhibirse dos obras maestras del cine
pacifista: El arpa de Birmania (1956) y Fuego en la llanura (Nobi,
1959). La carrera muy desigual de ese director tuvo momentos de gran
brillantez en su adaptación de clásicos literarios japoneses (Tanizaki,
Mishima, Mikami), pero sobre todo en su intensa valoración de los
saldos desastrosos del expansionismo nipón en la Segunda Guerra
Mundial. Como poéticos registros visuales del enorme colapso moral que
significó la derrota de Japón para sus contemporáneos, estas dos
películas son hoy imprescindibles. Basadas en novelas populares (la
primera en el relato homónimo de Michio Takeyama; la segunda, en el de
Shohei Ooka, adaptados ambos por la guionista Natto Wada, esposa del
cineasta), su complementariedad es sorprendente. Parecen dos facetas,
apenas opuestas, de un viejo dilema moral de la posguerra: ¿cómo
enfrentar la humillación de una gran derrota?
El arpa de Birmania elige
un discurso pacifista teñido de generosidad y espiritualismo. Su
protagonista, el soldado Mizushima, permanece en la nación liberada, se
vuelve monje budista, y se aboca a la faena de velar por las almas de
los caídos japoneses, cicatrizando las heridas de la guerra y
procurando expiar las culpas de la trágica aventura expansionista. La
crítica pacifista detalla empero los despropósitos militares: el horror
de la carnicería humana, la renuencia irracional a capitular
oportunamente y a multiplicar el número de víctimas, y el tributo
desesperado a una gloria inútil.
Fuego en la llanura traslada su acción a Filipinas en 1945,
con un ejército japonés vencido y los restos de una patrulla
desesperada y hambrienta, un puñado de guiñapos humanos que para
sobrevivir se ven orillados al canibalismo. A diferencia de la primera
cinta, la visión acusa ahora un pesimismo atroz. No hay redención
posible, sólo el examen alucinado de los desastres de una guerra
absurda. Ichikawa incluye, con genialidad, notas de humorismo en el
relato de atrocidades, como un resto de humanidad en medio de la
barbarie.
Maestro de la composición visual (huella de su primera formación
como artista gráfico), el director propone encuadres novedosos, largos
planos que acentúan el tono de elegía de esos paisajes yermos después
de una batalla, con cadáveres insepultos que lejos de horrorizar
conmueven. También se muestra Ichikawa renuente a soluciones dramáticas
fáciles y a maniqueísmos complacientes. Su lucidez crítica sigue tan
vigente que medio siglo después, otra cinta, Nobi: disparos al amanecer, de
Shin’ya Tsukamoto, presentada en el pasado Foro de la Cineteca, retoma
el mismo relato con dosis mayores de crudeza y de cinismo, más acordes
a un tiempo actual insuficientemente escarmentado.
Twitter: @CarlosBonfil1
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