MÉXICO,
D.F., (proceso.com.mx).- La escena se repite con regularidad. Un
noticiero exhibe a manifestantes ocupando una vía principal, acerca la
cámara a conductores desesperados y entrevista a algunos de ellos:
“Llevo una hora en el tráfico”, “estoy harto de estos holgazanes”. El
locutor refuerza la postura editorial con una andanada de
descalificaciones contra los inconformes.
Las marchas comienzan a ser equiparadas a una práctica rupestre,
molesta, inútil. Partidos, gobernantes y medios de comunicación se
ensañan con regularidad contra los manifestantes; los tildan de
bárbaros, ilusos y perezosos. La campaña comienza a surtir efecto.
El lunes 27 de agosto, el Gabinete de Comunicación Estratégica presentó los resultados de un estudio que
exhibe la mala reputación que se han ganado las manifestaciones entre
la población. El 59.6 por ciento de los encuestados consideró que las
marchas ayudan poco o nada a escuchar las demandas de los inconformes.
El 61.8 por ciento está a favor de un cambio en la legislación para
sancionar a quienes “invaden la vía pública”.
Hace tan sólo dos años, en mayo de 2013, la encuestadora Parametría publicó un estudio que concluía que el 70 por ciento de los mexicanos justificaba la existencia de marchas.
En los años recientes, gobiernos y congresos han presentado y
aprobado iniciativas para desincentivar las manifestaciones. Uno de los
casos más representativos fue la llamada “Ley Bala”, promovida por el
gobernador de Puebla, Rafael Moreno Valle. La propuesta permitía a la
policía usar armas de fuego y otras no letales en manifestaciones
violentas, emergencias y desastres naturales.
Como consecuencia de la aprobación de dicha ley, José Luis Alberto
Tehuatlie, un menor de 13 años de edad, fue muerto por una bala de goma
durante la represión policíaca a una protesta de habitantes de
Bernardino Chalchihuapan contra el cierre de la oficina del Registro
Civil.
En Quintana Roo, San Luis Potosí y el Distrito Federal también
fueron presentadas propuestas de ley orientadas a reprimir las
manifestaciones públicas. La organización Amnistía Internacional
publicó un posicionamiento contra ellas:
“(…) tales iniciativas emplean terminología ambigua para definir
manifestaciones; limitan las manifestaciones legítimas a las que tienen
un objetivo conforme con ‘las buenas costumbres’; el ‘aviso’ requerido
en realidad constituye una autorización con criterios confusos y
potencialmente arbitrarios; imponen lugares sin tomar en cuenta
criterios de necesidad y proporcionalidad; y podrían resultar en el uso
de la fuerza para disolver una manifestación pacífica que no haya
recibido autorización o en casos en los cuales solo una minoría de
manifestantes cometan actos de violencia (…) estas propuestas de ley
tal y como están actualmente redactadas atentan contra el derecho de
libertad de expresión y asociación establecido por las normas y
mecanismos internacionales de derechos humanos”.
En diciembre pasado, en medio de la efervescencia de las protestas
contra la desaparición de 43 normalistas de Ayotiznapa y la indignación
social por la “Casa Blanca”, diputados del PRI, PAN, PVEM y Panal aprobaron cambios constitucionales que permitirían a la autoridad frenar las protestas.
Las iniciativas contra las manifestaciones argumentan que las
protestas violan el derecho al libre tránsito; los opositores a éstas
refutan que los ciudadanos tienen el derecho de la libre asociación y
reunión. El jurista Javier Dondé Matute publicó un artículo que
plantea que en realidad se trata de un falso debate: “Se debe legislar
sobre la intervención de la autoridad en su deber de hacer respetar
ambos. Así, por ejemplo, se deberá prever un paso hacia la Suprema
Corte y accesos alternos para el ingreso. De igual manera, se deberán
prever desvíos de automóviles en la vía pública, que permitan el
tránsito ágil, aunque por rutas distintas”.
Parte del rechazo ciudadano a las marchas tiene su origen en que
algunos movimientos las emplean como presión para obtener favores o
ayudar a partidos políticos. No pocas agrupaciones utilizan en sus
manifestaciones la violencia, agreden comercios y dañan la vía pública.
Otro sector de la sociedad ha optado por alejar sus protestas de la
vía pública. La masificación de internet y las nuevas tecnologías ha
permitido que el activismo se traslade a plataformas digitales.
Comienzan a ganar popularidad las peticiones públicas, videos, audios,
filtración de documentos, boicots o firmas digitales. La respuesta del
sector gubernamental ha sido también reprender algunas de estas
iniciativas y aprobar legislaciones coercitivas.
En un artículo publicado el 29 de noviembre de 2013 en el periódico inglés The Guardian, el
investigador Geraud de Ville advertía al respecto: “Debido a la
supervisión que ejercen sobre la infraestructura física, los gobiernos
se ven tentados a controlar las redes digitales, bloquear el acceso a
determinados usuarios o incluso encarcelar a disidentes, como en China
e Irán”.
En un escenario utópico, no habría necesidad de manifestaciones, si
el gobierno fuese eficiente, honesto y no consintiera la ilegalidad.
Sin embargo, en México sobran razones de peso para que la ciudadanía se
valga de este recurso extremo.
Las manifestaciones han protagonizado un papel protagónico en muchos
capítulos de la historia. Las protestas públicas fueron definitivas
para concretar la independencia de Estados Unidos, la lucha contra el
racismo, el voto de la mujer, los derechos ganados por la población
gay, la independencia de India y la primavera Árabe, por hacer un
brevísimo repaso.
Es cierto, la regulación de las manifestaciones debe debatirse y
someterse a un análisis exhaustivo, pero jamás tomando como criterio la
merma de nuestros derechos y libertades. Toda campaña e iniciativa para
desincentivar y reprender las marchas está cimentada en criterios
autoritarios y represivos.
Twitter: @juanpabloproal
www.juanpabloproal.com
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