Calan más de 20 años de feminicidio en demanda de justicia
La
vida en esta urbe fronteriza se rige por la voluntad de un sol señorial
que lo deteriora todo: la claridad de pensamiento, el vigor para
trabajar todo el día, la convivencia en la vía pública y hasta la
fachada de las casas; incluso su ausencia define la forma en la que las
personas diseñan sus días.
Sólo hay una cosa en la que el astro no tiene impacto: el reclamo de
justicia por las cientos de mujeres que han sido desaparecidas,
violadas sexualmente, asesinadas de formas brutales, y cuyas vidas
importaron tan poco a sus agresores, que sus restos fueron abandonados
como desechos, ante la indolencia de un gobierno por proteger a las
habitantes.
Ese reclamo que lleva más de 20 años es palpable en las calles de una
ciudad acostumbrada a la esquizofrenia de vivir entre la modernidad y
la desigualdad, y que parece negada para las mujeres.
En
cada poste de luz de las avenidas principales que llegan al centro de
la urbe se mantiene dibujada una cruz rosa que además de rebelarse al
poder de los rayos del sol, recuerda a su población que aunque no se
hable de ese destino, el nombre de otras hijas u otras jóvenes cercanas
puede sumarse a la lista de mujeres cuyos sueños fueron arrebatados
cuando se convirtieron en objetos de violencia e impunidad, listado que
existe desde 1993.
Quien llega a esta ciudad se topará con una estructura urbana
creciente: más de 350 maquilas, un consulado estadounidense rebosante
de modernidad, y construcciones nuevas que se erigen a las faldas de la
Sierra de Juárez.
Pero también la quinta localidad más grande del país recibe a quien la
visita con la frase “Cd. Juárez, la biblia es la verdad, léela”, que se
aprecia en esas letras dibujadas con cal sobre el cerro de La Bola.
El llamado religioso –visible desde cualquier punto de la ciudad–funge
cada tarde como telón de fondo a la voz aguardentosa de un hombre que
difunde terroríficamente “la palabra de Dios”.
Su mensaje sólo es escuchado por quienes se sientan a tomar un descanso
a la sombra de los árboles, en la Plaza de Armas que ampara a la
Catedral de esta urbe fronteriza.
VIENTO DEL MIEDO
A diferencia de lo que ocurre en todas las provincias mexicanas, el
centro de Juárez está negado para las jóvenes: el kiosco y las
jardineras de la Plaza de Armas parecen propiedad exclusiva de los
pesados cuerpos de hombres agobiados por las altas temperaturas.
Hay un aire tenso que cruza: es un miedo que se instaló en sus
habitantes y que se cuela entre los negocios abandonados que parecen
tener en venta vidrios rotos y polvo acumulado.
Para encarar ese viento, las manos jóvenes que deben recorrer el centro
se aferran a quienes las acompañan, caminan estrujando el brazo de
quien va junto a ellas, y evaden las miradas que desaprueban su
atrevimiento de querer ocupar un lugar que no les corresponde.
Los pasillos de los comercios que rodean la plancha del Centro
Histórico también se ven inundados de ese soplo tenso, mientras que
montones de ropa “gringa” se acumulan en los locales del mercado
Cuauhtémoc, atendidos en su mayoría por varones.
Para quien habita las distintas colonias de Ciudad Juárez, una de las
principales vías de llegada es la calle 16 de septiembre, pasarela del
abandono y la injusticia: en ella se exhiben casas desfiguradas por el
sol y edificios históricos malcarados por la violencia, y encima de los
cuales se han colocado carteles de búsqueda de mujeres.
Como si el tiempo se hubiera internado en una espiral de historias
repetitivas, en esos letreros están las fotos desgastadas de jóvenes
que desaparecieron en los años 90, mientras que las que se ven con
nitidez son de las jóvenes que no tienen más de un año de desaparecidas.
En esa calle que por 20 años ha cargado las pisadas de madres que han
marchado para exigir justicia, también se ubica el histórico Mercado
Juárez, que en su época dorada llegó a tener 185 locales abiertos, pero
fue transformado en un museo de silencio y desolación. Los pocos
locatarios que aún sobreviven rematan sus mercancías.
Algunas
obras que se realizan en la zona interrumpen por momentos el silencio
solemne, casi fúnebre. En enero pasado el gobierno municipal ofertó a
tres mil pesos el metro cuadrado de las cuatro hectáreas del centro de
la ciudad, a fin de atraer la inversión y “recuperar los espacios
públicos”.
Se anunció que habrá una vigilancia más estricta del lugar, pero nada
se dijo de renovar los camiones viejos que son el único medio de
transporte para quienes no pueden costear la comodidad de un automóvil
propio con aire acondicionado, y tampoco pueden pagar los 200 pesos que
llega a cobrar un taxi.
Con una sola puerta para abordar y abandonar “las rutas” (camiones),
parece difícil explicar cómo cientos de jóvenes desaparecieron de esos
transportes “sin que nadie se diera cuenta”.
A través de su Centro Histórico, Juárez le dice al mundo que es una
ciudad que se resiste a morir, que aunque coquetea con la modernidad,
no tiene ganas de adoptarla, y que su corazón sigue siendo un lugar de
batallas luchadas, pero pocas veces ganadas.
AQUÍ EL TIEMPO ES REDONDO
La quinta ciudad más grande de México se erigió a fines del siglo XVI.
Su origen se debe a una misión de exploración que buscaba un punto por
el cual se pudiera atravesar el río Bravo, y así conquistar las tierras
más allá del también llamado “río Grande”.
Desde entonces la ciudad se convirtió en una parada obligada en la ruta
comercial histórica que con el paso del tiempo ha llamado la atención
de inversionistas extranjeros, así como del crimen organizado y
cárteles del narcotráfico, que también han tomado como “mercancía” a
las mujeres.
En 1942, México y Estados Unidos firmaron un acuerdo laboral conocido
como “Programa Bracero”, que atrajo a cientos de migrantes que querían
poner su energía al servicio del gobierno estadounidense, en plena
Segunda Guerra Mundial.
Con la fuerza de aquellos que no lograban cruzar la frontera, la zona
se convirtió en terreno fértil para el cultivo del algodón, que en su
momento fue calificado como el de mejor calidad a nivel internacional.
Fue precisamente en el predio conocido como Campo Algodonero que en
2001 –cuando ya se cumplían ocho años del feminicidio más que
documentado en Juárez– se abandonaron los restos de ocho mujeres
jóvenes que fueron desaparecidas y asesinadas.
Por ese hecho flagrante, el Estado mexicano fue condenado en 2009 por
la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CoIDH), a convertir el
lugar en un recordatorio permanente de su incapacidad para proteger a
las mujeres, y en un compromiso oficial de que la impunidad, la
complicidad y la negligencia no se volverían a repetir.
Pero el lugar que las activistas juarenses soñaron se convertiría en un
centro para las mujeres se tradujo en cemento, en asfalto sofocante, y
se plantaron algunas bancas que sólo son ocupadas cuando algún valiente
decide confrontar al sol.
También se colocó una placa conmemorativa con los nombres de las ocho
víctimas y postes de color rosa cercaron el lugar. El “memorial” quedó
así imperceptible entre el resto de imponentes edificios que ahora
existen, y que remplazaron a los campos que algún día fueron fértiles.
Ausentes están los nombres de las mil 441 mujeres y niñas que fueron
asesinadas en Juárez entre 1993 y 2013, y de las que tiene registro El
Colegio de la Frontera Norte, así como ausente estuvo Felipe Calderón
–entonces titular del Ejecutivo federal– durante la inauguración del
espacio, y quedó lejana la posibilidad de una disculpa pública que por
orden de la CoIDH debía ofrecer el jefe del Estado mexicano a las
familias de las víctimas.
Y es que para Calderón los casos de feminicidio y desaparición en esta
frontera nunca existieron. El “Operativo Conjunto Chihuahua” y el
programa “Todos Somos Juárez” (emprendidos en su sexenio), catapultaron
a la ciudad como una de las urbes más violentas del mundo, y brindaron
la excusa perfecta para decir que los asesinatos violentos y brutales
de mujeres se debían a la misma violencia por la que atravesaba el
municipio.
En 2011, a petición del gobernador César Duarte, el nombre de la
localidad se cambió al de Heroica Ciudad Juárez para honrar el papel
decisivo que jugó el municipio durante la revolución maderista y su
importante contribución al desarrollo del país.
En el acto oficial de nombramiento nada se dijo de la invencible fuerza
de quienes exigen justicia para sus hijas y han nutrido de valor y
coraje al movimiento amplio de mujeres en México.
Dos años después, en 2013, un par de grandes bloques de acero color
óxido, de 62 metros de altura y 800 toneladas de peso, se colocó en
forma de equis sobre un tramo de la Avenida Rivereño, a unos cuantos
metros del río Bravo, lo que para las autoridades municipales fue “una
inversión en imagen” y un “homenaje a la mexicanidad”.
El monumento tuvo una inversión de 110 millones de pesos, 94 millones más de lo que costó el memorial de Campo Algodonero.
Acostumbrada a caminar en círculos, Ciudad Juárez experimenta de nueva
cuenta la instalación de plantas maquiladoras luego de que fueron
expulsadas por la violencia. Nada se ha dicho de cómo se va a proteger
en su camino de ida o de regreso a las empleadas de estas fábricas, y
evitar que les sean arrancados sus sueños, tal y como ocurrió durante
la última década del siglo pasado.
REFUGIO DE MIGRANTES Y VERTEDERO DE MUJERES
Fuera de Ciudad Juárez perduran los vestigios de que alguna vez el
municipio estuvo rodeado por una franja de campos algodoneros que
verdearon el margen del río Bravo y atravesaron el desierto de
Chihuahua.
Conformado por los poblados de Zaragoza, San Isidro, Loma Blanca, San
Agustín, Doctor Porfirio Parra, Barrales, Guadalupe, Práxedis y El
Porvenir, el Valle de Juárez –como se conoce a la región– ahora es una
colección de casas incendiadas y pueblos abandonados.
Recorrer
la carretera Juárez-El Porvenir, principal vía de acceso al Valle, es
adentrarse a pueblos que fueron visitados por la muerte y el terror,
por ser un punto estratégico para transportar personas y drogas “al
otro lado”.
En Guadalupe, el alcalde mandó a pintar las fachadas de la calle
principal, pero los colores chillantes que se utilizaron no hacen más
que resaltar el vacío de las casas de lo que ahora es prácticamente un
“pueblo fantasma”.
Dentro de esas casuchas viejas que pertenecen a personas que no
pudieron huir del terror, duermen personas migrantes a la espera de que
la oscuridad del desierto les permita cruzar a EU sin ser detectadas.
En el kilómetro 80 de esa carretera, veladas por ese sol señorial, se
yerguen cruces rosas de madera que fueron colocadas por madres de
jóvenes víctimas de esa violencia sistemática y comunitaria que aún
persiste.
Las piernas cansadas de exigir justicia no pudieron adentrarse en el
terreno árido e indomable, para llegar hasta el punto en el que los
ojos de sus hijas fueron cerrados para siempre por quienes vendieron
sus cuerpos, y en donde se abandonaron los restos para que los animales
carroñeros contribuyeran a borrar toda evidencia de la atrocidad.
Aunque tuvieron que realizarse más de tres recorridos para rescatar
osamentas de al menos 50 jóvenes, las autoridades no han resguardado la
zona para prevenir que más sueños y vidas sean arrebatados en lo que
ahora parece ser el basurero de la violencia mortal de Ciudad Juárez.
CIMACFoto: Anaiz Zamora Márquez
Por: Anaiz Zamora Márquez, enviada
Cimacnoticias | Ciudad Juárez, Chih.-
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