“La renuncia de Peña Nieto”, artículo de Alfredo Lecona
Foto: Moisés Pablo/ Cuartoscuro
“¿Qué hubieran hecho ustedes?”, preguntó Enrique
Peña Nieto y muchas respuestas se han dado en diversos círculos de
opinión. Pero a pesar del estruendo de lo que hemos vivido en los
últimos días, la respuesta en las calles sobresale como consigna.
En la marcha del pasado lunes en la Ciudad de México, como en muchas
otras manifestaciones en el país, el grito de “fuera Peña” ha dibujado
una crisis que va mucho más allá del incremento en los precios de la
gasolina.
No es la primera vez que se pide la salida del presidente.
En septiembre del año pasado, después de que se le organizara el
vergonzoso acto de campaña a Donald Trump en Los Pinos, una convocatoria
ciudadana enmarcada en la frase “motivos sobran”, invitó a la
movilización y reflexión en torno a la salida pacífica de Peña Nieto,
bajo la etiqueta #RenunciaYa.
La discusión sobre la terminación anticipada del mandato
presidencial, provocó reacciones que oscilaron entre el temor por la
incertidumbre que la dimisión generaría, la existencia de grupos de
poder que pudieran aprovechar la coyuntura y la apuesta de los políticos
de “oposición” a la administración del desgaste de Peña Nieto con miras
a 2018. Las primeras preocupaciones, genuinas; la última, un elemento
más de la profunda crisis que atraviesa el país.
El optimismo de algunos afirmó que el descontento cimbraría a Los Pinos y que –ahora sí- Peña corregiría el rumbo.
Sin embargo, motivos se han acumulado a los que ya sobraban para
septiembre del año pasado, cuando miles marchamos hacia un zócalo que se
nos negó, mientras el operativo de acarreo para el performance del
presidente, lo llenaba. Es necesaria, entonces, la pregunta: ¿Cuánto más
estamos dispuestos a tolerarle al presidente?
El cuestionamiento se está respondiendo y ampliando en las calles desde que el gasolinazo recibió al año. No solo es Peña Nieto, es toda la clase política.
Es el pacto que garantiza los privilegios de quienes aprueban
reformas bajo acuerdos inconfesables y presupuestos que, año con año,
incrementan la desigualdad. Miguel Barbosa dijo la semana pasada que el
Congreso, incluido su partido, el PRD, no analizó a fondo las
consecuencias del presupuesto 2017, con el cual quedaron autorizados los
incrementos al precio de la gasolina este año. Un descuido de esa
magnitud no existió en la parte que mantuvo sin ajuste el ingreso anual
de cada senador, incluidas sus gratificaciones de fin de año por 518,000
pesos. Es también, entonces, Barbosa y todo ese Congreso que se aprueba
más de 15 mil millones de pesos anuales que se han administrado
opacamente por años.
Son los gobernadores que quebraron a sus estados y toda esa
corrupción que quema anualmente el equivalente de hasta el 10% del PIB, y
que el presidente encarna muy bien.
Es la crisis de derechos humanos, el pacto de impunidad disfrazado de
promesas de amnistía y fiscales carnales y el cinismo de quienes en
lugar de buscar solución a la crisis, están enclaustrados discutiendo
una Ley de Seguridad Interior que amenaza no unicamente con mantener al
ejército en las calles e institucionalizar la fallida guerra contra el
narcotráfico, sino hasta con la represión de protestas pacíficas (como
lo propone Roberto Gil Zuarth en la fracción X del artículo 4 de su
iniciativa).
Es que los medios de comunicación que han protegido al sistema
sosteniendo o creando presidentes y primeras damas, carezcan de
credibilidad en tal magnitud, que muchas personas prefieren creer lo que
se les dice por WhatsApp y redes sociales, hasta el
punto de generar pánico y psicosis que amenaza con desmovilizar a una
sociedad que no está acostumbrada a salir a las calles como lo ha hecho
en los últimos días.
Es no tener mayor estrategia que dolerse y apelar a la comprensión
por los incrementos, en el mismo acto en el que se nombra a un canciller
que afirma no conocer la secretaría que encabezará, rezando en
televisión nacional por un Trump compasivo una vez que asuma su mandato,
distinto al orate que trajo a nuestro país en agosto del año pasado.
Es la suma de todo lo anterior y muchos más motivos que ensanchan la
desigualdad, la corrupción y la impunidad. Pero si el culpable no es
sólo el presidente, ¿por qué pedir su salida?
El proceso de renuncia es un acto pacífico y normal en cualquier
democracia. En nuestro país está regulado en el artículo 84 de la
Constitución. El presidente debería presentar una causa (que para
escoger tiene) ante el Congreso de la Unión quien habría de calificarla
como grave. Entonces el Secretario de Gobernación ocuparía el cargo
provisional (y se inhabilitaría para ser electo posteriormente) mientras
por lo menos dos terceras partes de ambas cámaras eligen (en un término
no mayor a 60 días) a un presidente substituto que concluya el actual
periodo.
Pero la presión para que esto sea posible no va a venir de una clase
política que ni por error se ha atrevido a sugerir un impeachment,
porque no les conviene que la ciudadanía se entienda capaz de controlar
la vida pública. Entonces nos corresponde como sociedad romper la lógica
de la partidocracia que dicta que sólo en los periodos electorales se
puede castigar al mal gobierno, para que después no pase nada. Nos toca
impedir que el umbral de tolerancia siga creciendo sin consecuencias,
con el riesgo fatal de ser heredado por quien sustituya a Enrique Peña
Nieto así como Influir ordenada y pacíficamente en las agendas de los
candidatos de 2018 y exigir garantías para una transición pacífica.
La renuncia de Peña Nieto no es la salida, pero debe ser el inicio del camino a la recuperación de la vida pública.
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