Madrid, 12 ene. 17. AmecoPress. Es
el relato (relato) de Ana, forma parte de la campaña #YoTeCreo,
impulsada por la Asociación de Mujeres de Guatemala AMG, sobre las
barreras sociales que impiden creer la palabra de las mujeres víctimas
de agresión sexual. Fue publicado en la página web de la asociación.
Durante la presentación de la campaña, Mercedes Hernández, presidenta de
AMG, desmenuzó la “cultura de la violación” y llamó a aunar esfuerzos
para contrarrestar su inercia. “La violencia sexual es el único crimen
en el que la primera sospechosa es la víctima”, sentenció. Por ello es
fundamental combatir los estereotipos sobre el consentimiento y sus
límites en las relaciones sexuales, y aquellos sobre la no credibilidad
de las víctimas de agresiones sexuales que son perpetradas por miembros
de su entorno cercano. En el caso de Ana, por ejemplo, los jueces
consideraron que no podía ser considerada víctima porque tenía estudios
universitarios y porque había participado en manifestaciones. “Esa son
las consecuencias del estereotipo de víctima ideal y de agresor ideal”.
Vuelvo a contar mi historia porque sé que hay más mujeres en mi situación que necesitan saber que creemos en ellas, en su verdad
Me llamo Ana y, hace unos años, fui violada. El agresor, a quien
yo conocía, era en ese momento en quien más confiaba. No denuncié
inmediatamente; lo cierto es que me costó mucho contárselo a alguien.
Primero guardé silencio, tratando de comprender yo sola cómo algo así
podía estar ocurriendo. Lloré mucho, me castigué, traté de apartarlo de
mi cabeza y, al final, un día, fue incontenible: acudí a dos amigas y
les conté lo que pude. El resto, lo que no fui capaz de expresar en
palabras, lo dibujé.
Apoyada en esas amigas y en unas pocas
personas más a las que mencioné lo sucedido, finalmente inicié un
proceso judicial contra él. Aunque, la verdad, en todo momento sentí que
quien estaba siendo juzgada era yo. Allí donde pensé que iba a
encontrar justicia, me vi tan maltratada que desistí y abandoné el
proceso.
Hoy vuelvo a contar aquí mi historia, con la distancia que da el tiempo,
porque sé que hay más mujeres en mi situación a quienes puede llegar
este relato y que necesitan saber que creemos en ellas, en su verdad.
Llegué a España en marzo del 2011. No vine por elección, sino como una
refugiada que tuvo que salir aprisa de su país, Guatemala, por
encontrarse en el lugar y el momento equivocados. Él apareció justo
entonces. Aunque intervinieron más personas, se arrogó todo el mérito de
haberme sacado del país. No cesó de repetírmelo después: como si le
debiera la vida y, por ello, tuviera que pagarle con mi cuerpo.
Pero
yo conocía de antes a Siddhartha M. Había sido mi profesor en la
universidad y, mientras fui su alumna, él ya intentó ligar conmigo. Yo
sabía de su fama de mujeriego y, aunque en aquel momento no identifiqué
su insistencia como acoso, lo rechacé varias veces y seguí con mi vida.
Aparte
de no sentir interés por él de esa manera, me sentía obligada por las
creencias religiosas en las que fui criada a mantenerme virgen hasta que
encontrara a la persona correcta. En Guatemala, siempre tuve le
sensación de tener que protegerme. Reglas sencillas para mantenerme a
salvo: nunca ir sola de noche por las calles y mantenerme lejos de
extraños. Siguiéndolas, de alguna manera sentía que tenía el control
sobre mi vida y sobre lo que me pasaba.
A diferencia de cuando llegué a España. El aeropuerto ya fue todo un
choque. Durante dos horas estuve ahí plantada, entre personas que se
reconocían y se abrazaban. Atrás quedaba todo lo que había sido mi mundo
hasta ese momento, lo que me daba seguridad y cimentaba mi vida: mi
familia, mis estudios, mis amigos. Y por fin llegó él, una cara conocida
en medio de toda esa gente, alguien que prometió cuidar de mí.
O
eso pensaba yo. Porque, haciéndome creer que me había salvado, poco a
poco fue adueñándose de mi vida. Impuso sus reglas desde el momento en
que llegué. Por ejemplo, me convenció para guardarme el dinero de manera
que, cuando lo necesitaba, se lo tenía que pedir. Como él no tenía casa
en Madrid, me tuvo deambulando entre la casa de P., en Alameda de Osuna
y la casa de M., en Malasaña, ambos amigos suyos a los que yo no
conocía y casa donde siempre resultábamos los dos solos. No quiso
llevarme a la sede de la asociación que me recibiría, me mantenía
siempre a su lado y controlaba en todo momento con quiénes me
relacionaba.
Nunca había sido tan vulnerable ni había estado tan
indefensa como en aquellos días, y él lo sabía. Ahora sé que ya tenía
decidido que me rompería emocional y físicamente. De hecho, los abusos
físicos empezaron la primera noche en Madrid. Pese a que le dije que
estaba agotada del viaje, me llevó del aeropuerto a la casa donde
decidió que dormiríamos dando un larguísimo rodeo a pie. Llegué allí
completamente desorientada y, sin apenas fuerzas para mantener los ojos
abiertos, me encontraba sus manos hurgando en mi cuerpo. Hasta llegué a
pensar que había sido un mal sueño. Pero, a la mañana siguiente, me lo
dijo con toda naturalidad:
— "Ayer te toqué el culo, espero que no te importe".
Ante
mí lo hacía parecer un juego, y el reto que se impuso fue doblegarme y
que yo aceptara el papel que me había asignado. En su juego, yo era una
niña ignorante de sus propios deseos, que decía "no" cuando en realidad
quería decir "sí". Él se reservaba el rol de maestro que me mostraría
los "placeres del sexo", aunque yo no quisiera. Estaba seguro de que
conocía mis necesidades mejor que yo misma. También decía ser superior
al resto de los hombres, porque se atrevía a vivir la vida que los demás
deseaban, con decenas de amantes que lo respetaban y a quienes él
adiestraba sexualmente para luego dejarlas ir.
— "Yo no soy un hombre. No soy humano. Soy un oso. Puedo ser tu oso de peluche".
Sabía
ser encantador y me hacía creer que era un amigo preocupado por mí. El
único, ya que había logrado aislarme y hacerse imprescindible en mi
nueva vida. Situación que se acentuó porque por aquellos días murió mi
madre. Quedé devastada. Entonces más que en otros momentos necesitaba
confiar en él cuando me decía que no haría nada que me dañara.
Pero la realidad era bien distinta. Ante mis negativas, él cambiaba rápidamente de disfraz:
— "También puedo ser un samurái".
Cuanto
más me negaba, más desafiante era el juego para él. Me llamaba "necia",
"reprimida", "berrinchuda". Mientras sus manos recorrían mi cuerpo me
decía que él, a diferencia de los demás hombres, tenía la determinación
de un samurái. Y también su autocontrol.
"Tus esquemas se están rompiendo y eso te da miedo pero soy capaz de
controlarme", repetía mientras me quitaba la camiseta: "¿Ves? Cualquier
otro, en mi lugar, ya te habría violado".
Dije que no. Siempre
dije que no: lo expresé con palabras, con forcejeos, con llantos. Pero
él no paró. Así que en algún momento, simplemente, mi ánimo se quebró y
mi voz se ahogó. Para él fue una victoria y ya no hubo límites.
En
la que fue mi primera experiencia sexual, Siddhartha M. me violó. Me
obligó a llamarle "amo" y a repetir que yo era "su puta". No cumplir sus
órdenes conllevaba un castigo. Me hizo ver porno para aprender a
practicarle felaciones. Después decidió "acabar en alguno de mis
agujeros", lo que resultó en una penetración por vía anal.
Ató un
cinturón alrededor de mi cuello, me hizo andar a cuatro patas, desnuda, y
mirarme al espejo para reconocerme como "su perra".
"Su puta".
Así nombró lo que quedaba de mí después de la demolición que poco a poco
había hecho de todo lo que yo era. "Si hablas de esto —dijo—, de mí ya
saben que soy un libertino, pero de ti todo el mundo pensará que eres
eso, una puta". Me hizo sentir tanta vergüenza de mí misma que,
efectivamente, no hablé de ello durante mucho tiempo. Me lo guardé junto
a mi sentimiento de miedo y asco. Y me culpé una y mil veces sin poder
explicarme lo que había pasado.
Pero en la cena de Navidad de ese
año, en casa de una amiga, yo, que había estado conteniéndome durante
tanto tiempo, tuve una terrible crisis de ansiedad y conté lo que pude.
Desde el primer instante ella creyó en mí y, a pesar de que él también
era conocido suyo, me motivó para denunciar. Pero yo no estaba
preparada.
La segunda persona a quien decidí contarle todo fue a
S., la exesposa de mi agresor. Ambos mantenían una relación muy íntima y
yo veía en ella a una especie de segunda madre aquí en España. Pero,
como una madre que elige proteger a su hombre y no a sus hijas, S. no
quiso apenas saber del asunto. Le escribí una carta para explicar lo
ocurrido. Me dijo que mentía y que todo lo que hubiera pasado entre
nosotros dos habría sido fruto de una relación consensuada entre
adultos.
Me costaba dormir, comer, levantarme por las mañanas,
salir de casa… En muchos momentos, pensé que no valía la pena seguir
viviendo. Fui medicada por ansiedad y por depresión, pero la medicación
sólo conseguía anestesiarme. Cambié entonces a una psicóloga
especialista en agresiones sexuales y en algún punto comprendí que lo
que había pasado no era mi culpa, que él era un agresor sexual y que
debía enfrentar las consecuencias de sus actos.
Decidí iniciar un proceso judicial en su contra. Creí en la justicia. Me
equivoqué. El proceso fue devastador. Pasé por varios juristas y
psicólogos que ni comprendieron ni creyeron mi historia, como tampoco la
creyó, finalmente, la jueza del caso. Me acribillaron a preguntas que
no buscaban esclarecer los hechos, sino convencerme de que era yo la
culpable. Me hirió profundamente la desconfianza y la falta absoluta de
empatía con que me trataron. En esa sala, las vejaciones a las que me
había sometido mi agresor no eran más que puntos en una enumeración
burocrática destinada a acabar en un archivo.
Finalmente, me
hundió no sólo contemplar cómo creyeron su versión, en la que incluso
llegó a negar todo, sino tener que tragar con prejuicios tales como que
al tener estudios superiores o pertenecer a una asociación no podía
haber sido violada.
Así que volví a enterrar aquello de lo que ya había comenzado a
liberarme y seguí con mi vida como pude. Ahora, me asusta imaginar a
cuántas personas conocidas puede llegar este relato y los dibujos que
tanto me ayudaron a expresar lo que no podía contar con palabras –esos
que la forense ni siquiera quiso ver–, pero también albergo la esperanza
de que con ello pueda ayudar: a poner en contacto a otras mujeres en mi
situación, a plantear que existen violaciones de las que nadie habla y,
sobre todo, a decirles a todas las mujeres que han pasado por algo así,
a todas las que han asumido una culpa inmerecida cuando un conocido las
violó: "Yo te creo".
Foto: archivo AmecoPress, cedidas por la Asociación Mujeres de Guatemala
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Pie de foto: imágenes del cómic ’Buscando Justicia’, de Ana
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Economía – Empresarias – Mujeres rurales; 12 enero. 17. AmecoPress
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