En su conferencia
de prensa de ayer, Donald Trump, quien la semana entrante será
investido como presidente de Estados Unidos, abordó diversos temas
candentes, en particular las investigaciones oficiales según las cuales
la inteligencia rusa posee información confidencial sobre aspectos
oscuros del magnate; sus provisiones para evitar hacer frente a
acusaciones por conflicto de intereses, dada su enorme fortuna; su plan
para generar empleos y la relación con México.
Sobre este último punto, Trump insistió en que nuestro país, a la larga, tendrá que
rembolsarel dinero que se invierta en la construcción de un muro a lo largo de toda la frontera común, porque, dijo, su gobierno no está dispuesto a esperar a una negociación con México y financiará, en consecuencia, tal construcción, la cual iniciará
inmediatamenteen cuanto se instale en la Casa Blanca. Por lo demás, reiteró que piensa aplicar un
gran impuesto fronterizoa las empresas de su país que realicen parte de sus procesos productivos en el nuestro.
Al margen de la factibilidad de las amenazas del republicano, es
obligado señalar que éstas no tendrían peligrosidad, sentido y ni
siquiera lugar si los sucesivos gobiernos mexicanos, desde los años 80
del siglo pasado a la fecha, no se hubieran empecinado en comprometer al
país en una integración asimétrica e injusta con Estados Unidos.
Muchas fueron las voces que en distintos momentos de ese proceso
alertaron sobre los peligros de una vinculación comercial tan estrecha y
desigual como la que quedó plasmada en el Tratado de Libre Comercio de
América del Norte (TLCAN) en 1994, en el sexenio de Carlos Salinas. En
numerosas ocasiones se señaló la inconveniencia de una generación de
empleos de tan mala calidad y tan volátiles como los que ofrecen en el
territorio nacional los procesos de maquila de la industria
estadunidense. Muchos señalamientos se formularon en torno al
desmantelamiento del agro mexicano y de sus tejidos sociales y
económicos por el propio Salinas y sus sucesores en Los Pinos; esa
ofensiva expulsó del campo a millones de personas, muchas de las cuales
no tuvieron más remedio que emigrar a la nación vecina. En innumerables
foros se advirtió que la devastación del mercado interno acabaría por
dar margen a una situación catastrófica. Ni qué decir de la supeditación
de la política de seguridad, en tiempos de Felipe Calderón, a las
directrices de Washington.
Lo cierto es que ahora, ante los amagos de Trump, el gobierno mexicano se encuentra en una situación de extremada debilidad. En primer lugar, para Washington el TLCAN es un simple
acuerdosin demasiadas condiciones vinculantes, por lo que el próximo presidente podrá incumplirlo de manera discrecional; en cambio, en el marco legal mexicano es un tratado internacional de observancia obligatoria.
La responsabilidad por la alarmante vulnerabilidad en la que se
encuentra nuestro país no corresponde, pues, principal ni únicamente a
Trump, sino a los grupos que detentan el poder político desde hace tres
décadas y que uncieron a México a una relación supeditada, cuyas
consecuencias desastrosas apenas empiezan a verse.
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