Muchas de las opiniones,
algunas con respaldo de estudios empíricos, aseguran una relación
directa entre inversión y crecimiento económico (PIB). Sin este
componente de capital, o con cantidades menores a 15 o 20 por ciento
respecto de ese PIB, no se podrá alcanzar el propósito de mejorar el
bienestar general. Volúmenes de inversión iguales o superiores a 25 por
ciento ofrecen garantías de igualar, incluso superar, metas deseables: 4
por ciento anual o mayores. La composición de tales inversiones
distingue entre el origen de ellas y las clasifica como locales o
externas. Se habla, claro está, en referencia a las inversiones directas
a la planta productiva y no a las que se dirigen a la especulación en
bolsa o a la compra de papeles oficiales (deuda).
La competencia entre economías nacionales para atraer el mayor número
de inversionistas externos ha sido, y tal vez será, hecho común y
corriente. Las exigencias del capital para su traslado son variadas e
inciden sobre sensibles factores estratégicos. La confianza en las
reglas y su vigencia, la sanidad de las cifras macro (fundamentales), el
Estado de derecho, liderazgo político, la transparencia e
institucionalidad, amplitud y calidad de mercado interno, tratados
internacionales o la seguridad pública son –entre otros adicionales–
requisitos tomados muy en cuenta por los inversionistas. Hay, sin
embargo, otros que también cuentan y con mayor frecuencia a lo supuesto
llegan a ser determinantes. Se habla entonces de amistades en lugares
precisos, facilidades impositivas no escritas, subvenciones adicionales,
grupos de poder aliados, ventajas extralegales y demás asuntos de cariz
similar.
El recuento de inversiones hechas a partir de los malhadados sexenios
panistas y el último del priísmo, engañosamente renovado, que presenta
la revista Proceso de esta semana, no tiene desperdicio. En él
se precisan con suficiencia apreciable, algunas de las relaciones entre
empresas y empresarios españoles y el beneplácito y cabalgante
complicidad de las élites mexicanas para asociarse con ellas y ellos. El
origen de la que, bien podría ser llamada
reconquista, no se localiza en las transferencias de avanzadas tecnologías aportadas, suficiencia de capital disponible, tecnificada organización o las habilidades gerenciales y mercadológicas, sino en temas por demás pedestres y circunstanciales: negocios laterales, amarres de influencias o roce con personajes atractivos para la alcurnia local. Las reuniones, llamadas iberoamericanas, sirvieron de foro para que los dirigentes políticos latinoamericanos y los de la vieja península, se codearan en mesas temáticas y, de manera crucial, para cruce de intereses y el tejido de negocios. El rey español y el tufo europeo de aquel momento fueron decisivos para entablar un muy disparejo proceso de intercambios. Todos ellos en extremo favorables para los peninsulares. El finiquito de ese entorno, que el entonces dirigente venezolano (Hugo Chávez) logró, llegó un tanto tarde. Para entonces muchas bases de la plataforma de reconquista ya se había construido a lo largo y ancho del subcontinente. Los grandes bancos mexicanos habían sucumbido al influjo. Le siguieron las constructoras y después una sarta de empresas petroleras, de variados servicios y otras eléctricas formaron la aún inacabada fila.
El volumen de las transacciones habidas alcanza varios puntos del PIB
y sigue aumentando con el paso de los días. Los dirigentes españoles
hicieron bien su trabajo y sacaron cuanto provecho les permitió el
corrupto sistema establecido. La responsabilidad entonces recae sobre
las élites del país y su entrega, casi incondicional, a lo que suena
externo, simpático, moderno, lujurioso, de alta clase. La propensión a
la venta y las cesiones, que rebasan lo indebido e ilegal, se volvió
casi irresistible para las élites.
Aparecer en las revistas de modas y presunción de haberes quedó
situado al alcance de unas cuantas páginas (muy mal diseñadas por
cierto) a colores para las damas encumbradas, damiselas y consortes de
variado tipo. Las complicidades entre empresarios, difusores y políticos
o funcionarios fueron brotando como hongos en tiempo de aguaceros. Se
tejió una enorme maraña de intereses cruzados donde, hasta el deporte ya
bien comercializado, juega papel crucial. El pasado sexenio del priísmo
fue un parque de retozo y deleite que no escatimó garantía alguna para
satisfacer ambiciones desbocadas. Cientos de miles de millones de pesos
en contratos salieron volando entre las rendijas de las llamadas
reformas estructurales. El funcionariado de primer nivel hasta consiguió
asesorías, empleos de consejeros, apetitosas prebendas y hasta algunos
directorios. El panorama actual no deja de reflejar la enorme vergüenza
nacional que, todavía, no encuentra el reposo que la ley, los costos
ocasionados y la voluntad política debían darle.
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