Editorial La Jornada
Ayer, en la conferencia
presidencial de las mañanas, la directora del Servicio de Administración
Tributaria (SAT), Margarita Ríos-Farjat, dio a conocer que la
dependencia que encabeza ha detectado 8 mil 204 empresas que de 2017 a
la fecha emitieron entre 8 y 9 millones de facturas de operaciones
falsas por el total de un billón 600 mil millones de pesos, lo que
representa una defraudación fiscal de 354 mil millones de pesos,
equivalente a 1.4 por ciento del producto interno bruto (PIB).
De lo dicho por la funcionaria se desprende que las cifras señaladas
son sólo la punta del iceberg de un fenómeno mucho más amplio, en el que
participan tanto empresas que facturan operaciones simuladas (Efos)
como empresas que deducen operaciones simuladas (Edos), unas y otras
vinculadas por redes delictivas de extremada complejidad.
Las primeras suelen tener como denominador común la escasez o
ausencia de activos materiales, el surgimiento y la desaparición súbitas
y la ubicación en zonas marginadas. Las segundas, en cambio, suelen ser
compañías estables que presentan sus declaraciones fiscales en forma
regular, si bien adulteradas por un componente de falsedad.
Ríos-Farjat destacó que las facturas con operaciones falsas pueden
amparar transacciones de compra-venta que nunca fueron realizadas, con
la finalidad de reducir los montos a pagar de impuestos sobre la renta o
al valor agregado, o bien, intercambios monetarios con propósitos de
lavado de dinero.
Entre 2014 y 2018 el número de Efos detectadas se incrementó 31 veces
y el pasado 20 de junio el SAT intervino en diversas entidades, 150 de
éstas son empresas fachada.
Las implicaciones del filón de criminalidad y corrupción detectado
por la dependencia referida son difícilmente mensurables. De entrada, es
claro que durante muchos años la práctica de las facturas de
operaciones falsas han significado pérdidas astronómicas para el erario,
lo que se ha traducido necesariamente en menor desarrollo económico,
incapacidad gubernamental para cumplir con las obligaciones
constitucionales hacia la población y descomposición institucional.
Significativamente, el SAT detectó dentro de su propio equipo a media
docena de funcionarios que operaban favoreciendo la construcción de
empresas, los cuales ya fueron separados del cargo y enfrentan las
consecuencias legales.
Más allá de esos impactos, resulta insoslayable el hecho de que las
transacciones inexistentes amparadas por medio de facturas simuladas
otorga un enorme margen de acción a actividades delictivas de todo tipo,
empezando por el lavado de dinero.
Otra consecuencia de las prácticas referidas es que introducen de
manera inevitable distorsiones mayúsculas en las mediciones económicas,
lo que impide tener una idea precisa del desempeño del comercio, la
industria, las finanzas y hasta los servicios profesionales en el país.
Es claro, pues, que el combate a la simulación mediante documentos
fiscales aparentemente válidos es una tarea impostergable de la
autoridad federal y que en ese propósi-to deben aportar todo el apoyo
necesario los gobiernos estatales y municipales, los otros poderes de la
Unión, los organismos de la iniciativa privada y los ciudadanos en
general.
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