Sara Sefchovich
La semana pasada me referí en este espacio al problema serio que significa la depredación de los recursos naturales frente a la necesidad de los seres humanos de consumir y comerciar con ellos.
Al lector Alejandro López Hernández el artículo le gustó porque “mostraste la situación tal y como es: que hay dos partes intransigentes y presas de sus intereses económicos y sus costumbres”, mientras que el lector Claudio Duar me mandó un fuerte regaño: “Es evidente que escribe sobre un tema que desconoce completamente: saqueo y uso no sustentable de fauna silvestre frente a estrategias de manejo sustentable de vida silvestre”.
Agradezco a ambos sus correos y acepto tanto el elogio como el regaño. Éste, porque en efecto, el tema es el de toda una ciencia que obviamente no conozco, pero aquél porque el lector entendió que mi objetivo es tratar de comprender y explicar las conductas humanas. Esta perspectiva es la que hace que muchas veces hable de asuntos que no son de mi especialidad o que meta en un mismo saco problemas que, según los especialistas, no deben ir juntos (el señor Duar me dice, por ejemplo, que “no se puede comparar un bien internacional como la caza de ballenas que llevan naciones como Japón en mares internacionales con bienes locales de uso común que llevan las comunidades rurales como la extracción de madera o de vida silvestre”).
Pero para mí, se trataba del problema de la depredación, sin distinciones demasiado específicas. Es un tema sobre el que una y otra vez he vuelto en mis artículos y en algún libro, pues aun entendiendo la necesidad humana me es difícil aceptar la barbaridad con la que se destruye.
Y esto es lo que veo una y otra vez. Precisamente a raíz del artículo, el lector Silvestre Valdés me escribió: “Cuando uno escucha la palabra Chiapas, de inmediato pensamos en selva; lamentablemente yo he ido por ese estado en tres ocasiones y nunca la he visto. Los recursos que alguna vez existieron fueron destruidos”. Y en un artículo de Martha Anaya en un número reciente de la revista Quo, el doctor Rodrigo Medellín Legorreta, investigador de la UNAM, relata la tragedia del jaguar, el felino más grande del continente americano y uno de los cuatro grandes del mundo, un animal que apareció hace dos millones de años en la zona geográfica conocida como Eurasia, luego hace un millón de años cruzó por el estrecho de Bering para empezar a habitar el norte del continente y desde allí pasar, hace unos 300 mil años, hacia el sur, en una franja que abarca desde Estados Unidos hasta Argentina donde vive por igual en las sabanas que en los bosques y selvas.
Pues bien: resulta que este animal está en peligro de extinción, hoy su población apenas si alcanza el 10% de lo que alguna vez hubo. Explica el investigador: “A raíz de la invasión de los seres humanos y la destrucción de los ecosistemas ha perdido más del 60% de su área de distribución en el continente. Ya lo sacamos de más de la mitad de los lugares donde vivía” y en los que aún vive, se enfrenta a la escasez de alimento, lo cual lo ha llevado a buscarlo desesperadamente donde sea. De modo que si hasta hace unos 10 años su riesgo de extinción se debía a la destrucción del hábitat, hoy sin embargo, la mayor amenaza es la matanza directa, que cometen los ganaderos que no quieren que se coma a sus vacas, pero también quienes quieren divertirse yendo de cacería y “sentir el orgullo de matar al depredador máximo de la zona neotropical de Latinoamérica” para colgar su cuero en una pared o usar sus colmillos para un pendiente.
La historia es tristísima. Este animal al que las culturas originarias consideraban un dios, poderoso, temido y venerado, del que orgullosamente algunos se sentían descendientes, ha pasado a ser un mendigo que busca sigiloso y asustado dónde esconderse y con qué alimentarse.
Esto sin duda tiene que ver con la biología y la ecología, pero también con la cultura, pues se depreda a veces por necesidad, a veces por necedad y a veces por diversión pero siempre de una forma exagerada y violenta. Y explicar este modo de ser es lo que sí constituye mi tema.
sarasef@prodigy.net.mx
Escritora e investigadora en la UNAM
Al lector Alejandro López Hernández el artículo le gustó porque “mostraste la situación tal y como es: que hay dos partes intransigentes y presas de sus intereses económicos y sus costumbres”, mientras que el lector Claudio Duar me mandó un fuerte regaño: “Es evidente que escribe sobre un tema que desconoce completamente: saqueo y uso no sustentable de fauna silvestre frente a estrategias de manejo sustentable de vida silvestre”.
Agradezco a ambos sus correos y acepto tanto el elogio como el regaño. Éste, porque en efecto, el tema es el de toda una ciencia que obviamente no conozco, pero aquél porque el lector entendió que mi objetivo es tratar de comprender y explicar las conductas humanas. Esta perspectiva es la que hace que muchas veces hable de asuntos que no son de mi especialidad o que meta en un mismo saco problemas que, según los especialistas, no deben ir juntos (el señor Duar me dice, por ejemplo, que “no se puede comparar un bien internacional como la caza de ballenas que llevan naciones como Japón en mares internacionales con bienes locales de uso común que llevan las comunidades rurales como la extracción de madera o de vida silvestre”).
Pero para mí, se trataba del problema de la depredación, sin distinciones demasiado específicas. Es un tema sobre el que una y otra vez he vuelto en mis artículos y en algún libro, pues aun entendiendo la necesidad humana me es difícil aceptar la barbaridad con la que se destruye.
Y esto es lo que veo una y otra vez. Precisamente a raíz del artículo, el lector Silvestre Valdés me escribió: “Cuando uno escucha la palabra Chiapas, de inmediato pensamos en selva; lamentablemente yo he ido por ese estado en tres ocasiones y nunca la he visto. Los recursos que alguna vez existieron fueron destruidos”. Y en un artículo de Martha Anaya en un número reciente de la revista Quo, el doctor Rodrigo Medellín Legorreta, investigador de la UNAM, relata la tragedia del jaguar, el felino más grande del continente americano y uno de los cuatro grandes del mundo, un animal que apareció hace dos millones de años en la zona geográfica conocida como Eurasia, luego hace un millón de años cruzó por el estrecho de Bering para empezar a habitar el norte del continente y desde allí pasar, hace unos 300 mil años, hacia el sur, en una franja que abarca desde Estados Unidos hasta Argentina donde vive por igual en las sabanas que en los bosques y selvas.
Pues bien: resulta que este animal está en peligro de extinción, hoy su población apenas si alcanza el 10% de lo que alguna vez hubo. Explica el investigador: “A raíz de la invasión de los seres humanos y la destrucción de los ecosistemas ha perdido más del 60% de su área de distribución en el continente. Ya lo sacamos de más de la mitad de los lugares donde vivía” y en los que aún vive, se enfrenta a la escasez de alimento, lo cual lo ha llevado a buscarlo desesperadamente donde sea. De modo que si hasta hace unos 10 años su riesgo de extinción se debía a la destrucción del hábitat, hoy sin embargo, la mayor amenaza es la matanza directa, que cometen los ganaderos que no quieren que se coma a sus vacas, pero también quienes quieren divertirse yendo de cacería y “sentir el orgullo de matar al depredador máximo de la zona neotropical de Latinoamérica” para colgar su cuero en una pared o usar sus colmillos para un pendiente.
La historia es tristísima. Este animal al que las culturas originarias consideraban un dios, poderoso, temido y venerado, del que orgullosamente algunos se sentían descendientes, ha pasado a ser un mendigo que busca sigiloso y asustado dónde esconderse y con qué alimentarse.
Esto sin duda tiene que ver con la biología y la ecología, pero también con la cultura, pues se depreda a veces por necesidad, a veces por necedad y a veces por diversión pero siempre de una forma exagerada y violenta. Y explicar este modo de ser es lo que sí constituye mi tema.
sarasef@prodigy.net.mx
Escritora e investigadora en la UNAM
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