–Vélez Calero, Loreto –nadie se acerca.
La profesora levanta un certificado y lo agita para atraer la atención de Loreto: Pase por favor
.
Loreto permanece inmóvil, con expresión de asombro y los brazos cruzados sobre el pecho. La maestra sonríe. Sin esperar más se acerca a la mayor de sus alumnas y le ofrece el documento:
–Tómelo. Es suyo. ¡Se lo ganó!
Incrédula, Loreto recibe el certificado y comienza a leerlo con voz incierta:
“Curso de Alfabetización. El presente acredita a…”
La mujer cierra los ojos y se cubre la boca para ahogar un gemido. No puedo seguir
.
Desconcertados, los estudiantes se remueven en sus pupitres. Preguntan qué le pasa, si está enferma. La maestra Eva procura tranquilizarlos:
–Es la emoción. Por eso llora, ¿verdad?
Loreto asiente con la cabeza, extrae de entre sus ropas un pañuelo y se enjuga las mejillas. La profesora le da un golpecito en el hombro y vuelve a su sitio. Toma su lista, la guarda en el cajón y mira complacida a quienes fueron sus alumnos a lo largo de un año:
–¡Terminamos! Los felicito mucho porque sé el esfuerzo que hicieron para decidirse a venir a la escuela y después para no faltar a clases. Ahora saben que todos sus sacrificios valieron la pena. Deben sentirse muy orgullosos y contentos.
–Sí, mucho –afirma Sara con demasiada energía: al menos ya no tendré que pedirle a mi nieta que me acompañe cuando quiero salir. De joven iba y venía por todas partes, pero eso sí, fijándome muy bien por dónde iba. Con los años me he vuelto muy olvidadiza. La hija con quien vivo no deja que ande sola por temor a que me pierda. Eso ha sido terrible, porque siempre me ha gustado mucho caminar. Llegué a pasarme semanas yendo y viniendo a la iglesia, a la farmacia y al mercado. Ahora que puedo leer los nombres de las calles, en la casa ¡no me verán ni el polvo!
Todos celebran la ocurrencia de Sara. La maestra Eva mira su reloj:
–Nos quedan unos minutitos. ¿Quién quiere decir algo más? ¿Nadie? No lo creo.
II
Los alumnos se ven unos a otros para rehuir la mirada de su profesora. Al fin se escucha una voz:
–Yo.
Todos se vuelven hacia Roque, un viejo que disimula su calvicie con un intrincado tejido de mechones:
–Quiero agradecerle a usted todo lo que hizo por mí. Gracias a eso voy a tener otra satisfacción muy grande: demostrarles a mis hijos que su padre ya no es un ignorante que no sabe leer. Por ese lado ya no tendrán que avergonzarse de mí –Roque mira el certificado que dejó en el pupitre: me gustaría colgarlo en la pared donde tengo sus títulos: uno es de doctor, otro es de químico y el de Sully: cirujano dentista
.
–Para usted debe significar una satisfacción muy grande haberles dado carrera a todos sus hijos.
–Y no sé cómo pude hacerlo con los suelditos que ganaba trabajando de lo que fuera –la voz de Roque tiembla.
Mis padres no pudieron mandarme a la escuela, pero desde muy chico me enseñaron a trabajar. Fui desde chícharo hasta afilador, pasando por electricista y mirringo en una carnicería. Allí conocí a mi señora, Rosa. En los ratos en que no llegaban clientes me leía las hojas del periódico en que envolvíamos la carne. Pronunciaba las palabras muy bien, muy claras. Creo que por eso me enamoré tanto de ella.
Roque hace una pausa mientras logra dominar su emoción:
–Estará más tranquila cuando sepa que este año la visité mucho menos porque entré a la escuela.
Se escuchan comentarios maliciosos y la voz condolida de la maestra Eva:
–¿Viven separados?
–Rosa murió hace dos años. Todas las tardes iba a visitarla al camposanto. Me queda muy cerca de la casa. Dejé de frecuentarlo porque empecé a venir acá. Mañana en la tarde voy a llevarle al cementerio mi certificado. Mi mujer estará más tranquila cuando sepa que si dejé de verla no fue porque la hubiera olvidado, sino porque al fin seguí su consejo. Me parece que la oigo decirme: Roque, aprende a leer. Que no te avergüence ir a la escuela. Muchas personas de tu edad y hasta mayores lo han hecho y nadie se burla de ellas. Por favor, piensa: cuando yo me muera, ¿quién va a leerte el periódico? ¿Crees que lo harán tus hijos? Pues no te fíes. Dirán que les falta tiempo, que tienen muchas ocupaciones
.
Roque toma el certificado y lo oprime contra su pecho: reconozco que mi mujer siempre tuvo razón también en eso
.
III
Roque vuelve a tomar asiento. Se escuchan carraspeos, toses y el gemido de Margot. La maestra Eva se alarma:
–¿Qué pasa?
Margot se enjuga la cara con la mano y suena la profusión de pulseras que adornan su muñeca:
–No me hagan caso. Últimamente me he vuelto muy chillona. Si hasta las películas que ven mis nietos me hacen llorar, ¡cómo no voy a ponerme así con lo que nos dijo Roque! –Se vuelve a mirarlo: Me hubiera gustado que alguien se interesara por leerme el periódico
.
–Ya no necesitará de nadie: sabe leer, pero no deje de practicar para que no se le olvide. Y también procure escribir: tiene muy buena letra –le aconseja la maestra Eva.
–Desde niña siempre me gustaron las letras. Cuando me mandaban a sacudir el estudio de mi patrona me entretenía viendo a escondidas alguno de sus libros. Me acuerdo que los abría con mucho cuidado por temor a que las letras se desprendieran y se echaran a volar sin aclararme su significado –Margot inclina la cabeza y juega con sus pulseras. El sonido metálico secunda su voz: Luego supe que todo eso eran tonterías de niña y que las letras se quedan en el mundo mucho más tiempo que las personas
.
–Eso es algo maravilloso y también un consuelo. Lo digo por experiencia –interviene la profesora. –Fíjese: guardo un libro que fue de mi abuela y luego de mi madre. Tiene las pastas de concha. Cuando era niña me gustaba verlo porque me parecía que era como una tortuga blanca. Si existe esa clase de animales, aunque lo dudo, debe de ser rarísima, pero entonces no pensaba en eso ni en leer el libro. Cuando lo hice me maravilló descubrir la poesía. Ahora, cada vez que lo leo, encuentro también la presencia de mi abuela y de mi madre. Las dos me acompañan.
La maestra Eva guarda silencio, pero advierte que sus alumnos esperan algo más. Cohibida mira de nuevo su reloj:
–Ya se nos terminó el tiempo. Es hora de irnos, pero antes me gustaría oír a Loreto.
–¿A mí? ¿Qué puedo decir?
–Por ejemplo: ¿qué sintió en el momento en que pudo leer un cuento completo en nuestro libro de ejercicios?
–Nunca he sido buena para hablar. No sabría cómo explicarle algo tan nuevo para mí.
–Inténtelo.
Observada por sus compañeros, Loreto se demora en responder:
–Fue algo muy raro, tan maravilloso como lo que deben de haber sentido los mineros chilenos cuando vieron la luz del día y respiraron aire fresco después de tanto tiempo de vivir bajo tierra.
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