10/17/2010

La narcoinsurgencia



Jorge Luis Sierra

Puede ser que el nombre del embajador Henry A Crumpton signifique poco fuera de la comunidad de inteligencia de México y Estados Unidos, pero sus opiniones tienen un peso relevante: Crumpton fue agente de operaciones clandestinas de la Agencia Central de Inteligencia por más de dos décadas, encabezó las operaciones en Afganistán y luego coordinó la lucha contra el terrorismo en el Departamento de Estado.

Crumpton es uno de los civiles que desarrollan los conceptos mientras los militares los llevan a cabo. Así sucede con el término narcoinsurgencia, que Crumpton aplica para México y que tanto la comunidad civil como la militar de Estados Unidos han elegido para analizar al crimen organizado mexicano.

El exjefe de inteligencia sostiene que equiparar a los cárteles del narcotráfico con el de “grupos insurgentes” es la manera correcta de abordar el problema. La misma secretaria de Estado, Hillary Clinton, adoptó el concepto cuando habló de la “narcoinsurgencia mexicana”, igual a la colombiana, y provocó una reacción áspera en México, incluyendo el rechazo del propio presidente Felipe Calderón.

En una entrevista reciente con el Wall Street Journal, Crumpton reconoció, sin embargo, que ese concepto es “particularmente incendiario” para los mexicanos por su temor histórico a que el ejército de Estados Unidos se ponga al frente de la lucha antinarcóticos.

El problema es que la aproximación conceptual de Crumpton muerde la realidad, así sea parcialmente: los narcotraficantes mexicanos han borrado algunas diferencias estructurales que los separaban de los grupos insurgentes. Estos últimos (o lo que queda de ellos) han buscado históricamente un “territorio insurgente” que les sirva como retaguardia estratégica para organizar a sus tropas, pertrecharlas, darles entrenamiento y oportunidad de descanso, así como para ensayar nuevas formas de gobierno que incluyan “cobro de impuestos” y “sistemas de justicia” de “corte revolucionario”. La verdad es que esa quimera ha sido destruida día tras día con la saturación militar de las comunidades indígenas y rurales que simpatizan con la insurgencia.

Pero los narcotraficantes mexicanos, por su parte, sí han logrado “controlar territorio”, aunque lo logren en forma fugaz y con sus propios métodos: asesinan o atemorizan alcaldes, corrompen a la policía municipal, instalan puestos de control carretero, obligan al pago de “impuestos” mediante la extorsión, controlan los medios de comunicación locales y asesinan a los policías, militares y ciudadanos que se les opongan. De alguna manera, y aunque el control territorial nunca sea definitivo, los narcotraficantes han logrado reemplazar a los gobiernos locales y ejercer una autoridad criminal de facto.

A pesar de ello, la identidad insurgente tiene poco qué ver con la del narcotraficante. Los grupos armados mexicanos buscan derrocar al poder y modificar al Estado por la vía de la construcción de un ejército propio y un gran frente de masas que los apoye. En cambio, los narcotraficantes utilizan a sus ejércitos privados para desestabilizar y doblegar a los gobiernos locales, estatales o federal. Si los gobiernos están en contubernio o cierran los ojos, los traficantes de drogas son capaces de llevar su negocio en una paz relativa. Pero si no es así, la violencia es desmedida, desbordada.

Aunque le disguste, el gobierno mexicano ha aceptado el término narcoinsurgencia en la práctica, pues ha utilizado contra el narcotráfico la misma fuerza militar contrainsurgente que le sirvió para acabar con cuatro olas de movimientos armados en el país, desde la primera insurrección contemporánea el 23 de septiembre de 1965 con el asalto al Cuartel Madera en Chihuahua.

El Ejército unificó las luchas contra los movimientos armados en el campo y contra los grupos del crimen organizado en patrullas multipropósito que se mueven según las órdenes de los mandos militares regionales. Sobre la base de esta experiencia de militarización progresiva e intensa de la lucha antidrogas, Estados Unidos intenta llevar la cooperación militar binacional a otro nivel.

Los máximos líderes militares de Estados Unidos lo están anunciando. El almirante James Winnefeld, jefe del Comando Norte, uno de los comandos del Departamento de Defensa con los que Estados Unidos proyecta su fuerza a nivel global, ordenó recientemente un estudio de las formas de cooperación militar con México que vaya más allá del mero entrenamiento e intercambio de información. Winnefeld ya tiene a representantes de la Armada de México en el Comando Norte; ya ha logrado la participación militar mexicana en ejercicios antiterroristas, pero quiere más y no es el único.

Según el Wall Street Journal, el Departamento de Seguridad Interna que dirige la exgobernadora de Arizona Janet Napolitano está buscando, junto con la Fuerza Aérea de Estados Unidos, la tecnología más idónea para vigilar las fronteras aéreas, terrestres y marítimas con México. La utilización de aviones Predator no tripulados es el primer paso en esa dirección.

Mike Mullen, el jefe del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas, es otro líder que busca nuevas formas de colaboración militar con México. Él ha mencionado que la experiencia contrainsurgente en la guerra de Afganistán puede servirle a México para combatir el narcotráfico. La tendencia reciente en los combates en ese país de Asia Central es la utilización de los aviones no tripulados Predator para arrojar misiles contra líderes Talibán. Estados Unidos tiene cuatro aeronaves no tripuladas que vigilan la frontera con México, y las Fuerzas Armadas Mexicanas ya están adquiriendo esa tecnología.

Si estos movimientos persisten, lo que veríamos al final del sexenio de Felipe Calderón y principios de la próxima administración es otra ola de militarización de la lucha antidrogas, pero ahora con un peso mayor de los recursos, tecnología y personal de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos. El presidente Barack Obama, por lo pronto, ya aprobó el envío de 2 mil tropas más de la Guardia Nacional a la frontera con México.

El equiparar a México con Colombia, y a los cárteles mexicanos con una fuerza insurgente, como lo hizo la propia secretaria Clinton, intenta crear el ambiente favorable para contrarrestar la resistencia del Ejército Mexicano a profundizar la cooperación con su contraparte estadunidense. Por décadas, los militares mexicanos han aceptado tanto la transferencia de armas como el entrenamiento castrense de Estados Unidos, pero se han resistido a expandir ese nivel de cooperación.

Crumpton está adaptando el concepto de narcoterrorismo que Estados Unidos aplicó en Perú para justificar la destrucción de Sendero Luminoso y de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia por la vía militar. Sea la narcoinsurgencia un concepto viejo o renovado, el gobierno mexicano está aplicando el mismo patrón de fuerza en Ciudad Juárez, Reynosa, Monterrey, Matamoros, Gómez Palacio, Morelia y Acapulco, sin tener claro si está ganando o perdiendo las batallas contra una criminalidad difusa, extremadamente móvil, que se atomiza y se extiende geográficamente con facilidad. Ahora, Estados Unidos busca inclinar la balanza hacia el lado gubernamental, promoviendo sus propios modelos militares.

*Especialista en Fuerzas Armadas y seguridad nacional; egresado del Centro Hemisférico de Estudios de la Defensa Nacional de Washington

jlsierra@hotmail.com

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