Pikara Magazine
Esta mujer espera que usted conozca su historia. Para eso escribió a la autora del texto. Porque, pese a todo, guarda la esperanza de que usted sepa lo que está a punto de hacer, y la proteja de alguna manera.
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Mientras buena parte de Colombia aún se pregunta cómo se esfumó de un día para otro el ansiado horizonte de paz, una mujer se prepara para emprender su propia guerra. La librará acompañada de sus tres hijos e hijas y de su marido. Como toda arma, un puñado de semillas en su morral, una sentencia judicial tan efectiva como el papel mojado y un bastón para apoyarse en su camino de vuelta a una tierra que tuvo que abandonar entre tiros hace tres años. Aquella noche, tras apuntarle en la frente con un rifle, le arrebataron el bastón de mando que la legitimaba como gobernadora del cabildo nasa Raíces de Oriente, una comunidad indígena integrada por 24 familias y reconocida oficialmente en el Cauca colombiano.
En 2013, Luz Marina Flor fue expulsada de la tierra que había ocupado junto a su comunidad en 2006 por un grupo de campesinos con los que habían convivido desde el inicio de la toma. Según Flor, aunque también son indígenas no se identifican como tal, ni defienden la cosmosivión ni la cultura originaria que comunidades como la nasa reclaman: el cuidado y protección de la Madre Tierra como parte misma de su existencia, la recuperación de sus prácticas medicinales tradicionales y de sus lenguas, el rechazo de cualquier actor armado en sus territorios, así como la respuesta pacífica a los conflictos, entre otras cuestiones sustanciales. Por eso, cuando su comunidad intentó profundizar en estas premisas rechazando el uso de insecticidas, la agresión a la tierra que acarrea el cultivo intensivo y otras prácticas que pudieran dañar el ecosistema, la vecindad –que se había integrado inicialmente aceptando la orientación del proyecto comunitario– se rebeló.
Una vez más, la lucha por el acceso a la tierra detona violencia y derramamiento de sangre. Colombia es uno de los países con mayor concentración de su propiedad: el 77 por ciento está en manos del 13 por ciento de la población y, de éstos un exiguo 3,6 por ciento acumula el 30 por ciento del territorio. También está en el origen de una guerra que se inició hace más de medio siglo y que los Acuerdos de Paz alcanzados por el Gobierno colombiano y la guerrilla de las FARC intentaba cicatrizar, entre otras medidas, con una reforma agraria que prometía el reparto de tres millones de hectáreas entre las personas más necesitadas de terreno y la regularización de la titularidad de otros siete millones, cuyos habitantes no cuentan con documentación que acredite su propiedad.
Éste es el caso del cabildo liderado por Flor. Sin embargo, esta revolucionaria normativa que priorizaba el acceso a la explotación y a la propiedad de las mujeres y de grupos en situación de vulnerabilidad no terminaba de resolver el conflicto entre los distintos colectivos que compiten por la misma –además de contra oligarcas y multinacionales–: indígenas, afrodescendientes, campesinado y personas mestizas.
“[El presidente de Colombia, José Manuel] Santos está negociando unos Acuerdos de Paz por los que se van a crear unas reservas campesinas que finalmente van a ser el territorio de los guerrilleros. Santos y la guerrilla están repartiéndose el país”. Así resumía hace tres años Luz Marina la opinión por la que una parte de las comunidades indígenas se mostraron reacias a las negociaciones de La Habana. Temían que el aumento de las llamadas Zonas de Reservas Campesinas (ZRC) – espacios destinados a dotar de tierras al campesinado– perjudicara sus reclamaciones de contar con más cabildos –territorios propiedad y gobernados por los pueblos originarios–.
A esta suspicacia hay que sumar la generada por el expresidente Álvaro Uribe Vélez durante sus dos gobiernos (2002-2010) y en su campaña de rechazo a los Acuerdos de Paz, cuando ha extendido la idea de que las Zonas de Reserva Campesina serían empleadas por la guerrilla para asentarse en el caso de que el proceso de paz prosperase.
De esta manera criminaliza a la población campesina al vincularla con la insurgencia y promueve el rechazo de la opinión pública a la creación de estos espacios, un derecho reconocido constitucionalmente desde 1994. Los Acuerdos de Paz, que finalmente no han sido ratificados por la ciudadanía, recogen no sólo la creación de ZRC sino que hacen especial hincapié en la necesidad de que la dotación de tierras atienda a las tradiciones, a la cosmosivión y a las necesidades étnicas y culturales de cada uno de los colectivos con necesidades de tierra en Colombia.
Vigilantes de su vuelta
Pero justo cuando una mayoría del país daba por sentada el refrendo de los Acuerdos en el plebiscito del 2 de octubre, Luz Marina Flor me contactaba para que la batalla que había decidido emprender tuviera testigos, aunque fuera desde una distancia transatlántica.
Ha pasado tres años malviviendo junto a su familia en una habitación alquilada en la ciudad de Popayán -capital del departamento del Cauca y una de las más pobres del país-, mientras esperaba una sentencia que les permitiera regresar a su parcela “en la que vivir de lo cultivado y volver a construir una vida en armonía”. Pero la reciente condena a algunos de los victimarios a prisión domiciliaria no ha tranquilizado los ánimos.
Las sucesivas amenazas de muerte que tanto ella, por su rol protagonista como gobernadora durante los enfrentamientos con los campesinos -cargo que ya no ocupa-, como el resto de la comunidad no han dejado de recibir durante estos años por parte de algunos de sus agresores, han surtido el efecto deseado. Las familias han desistido de volver a aquellas tierras abandonadas que ocuparon para cultivar de lo que vivir y poder construir un proyecto en el que desarrollar su modelo de vida tradicional. Todas las familias, salvo una. La de Luz Marina Flor, que agotada por las condiciones de penuria de la vida en la ciudad se ha decidido a retornar. Aunque sea solos.
Cuando en 2013 el fotoperiodista Alex Zapico y yo conocimos a la gobernadora, le acompañamos a ella y a su comunidad a la primera vista judicial de su caso. El juez, visiblemente desconcertado ante la presencia de periodistas, decidió cancelar la vista con la excusa de que algunos de los acusados no se habían personado y evitar así que el caso tuviera repercusión pública.
El Cauca, laboratorio de la guerra colombiana
El Cauca es una de las regiones colombianas más vapuleadas por la guerra y la cuarta más empobrecida del país. En su territorio conviven y se enfrentan todos los actores implicados: las guerrillas de las FARC y el Ejército de Liberación Nacional (ELN), los paramilitares y el Ejército. Su posición le ha convertido además en un corredor geoestratégico para el comercio de armas y drogas. Y su subsuelo, rico en minerales, es objeto de deseo de las transnacionales mineras, en las que el Gobierno de Juan Manuel Santos ha depositado el futuro económico del país, cediéndole más de 20 millones de hectáreas en sus dos legislaturas.
Por todo ello, la población civil ha sido víctima no sólo de su fuego cruzado, sino que ha sido destinataria directa de la virulencia de la guerra, especialmente las mujeres porque son las que más visiblemente se han opuesto a la presencia de cualquier actor armado. Violencia sexual, mutilaciones, secuestros, extorsiones y masacres han sido habituales. En este contexto de violencia generalizada, los conflictos interculturales e interétnicos entre distintos grupos sociales, a menudo también virulentos, han pasado desapercibidos.
Las distintas concepciones del uso y propiedad de la tierra de indígenas (20 por ciento de la población), afrodescendientes (21 por ciento) y campesinado (58 por ciento) entran en colisión en una región donde se calcula que más del 60 por ciento del territorio está en manos del cinco por ciento de los propietarios, en su mayoría transnacionales mineras, así como terratenientes dedicados al cultivo de pino, caña de azúcar y al pastoreo intensivo.
Una oligarquía que ha sido una de las grandes beneficiarias de esta sangría, que se ha agenciado más de 7.000 kilómetros cuadrados del país, mientras que seis millones de personas tenían que abandonar sus hogares por el desplazamiento forzoso, ejecutado principalmente por grupos paramilitares con el apoyo de parte del Ejército. Y subvencionado, precisamente, por los terratenientes y multinacionales interesadas en recursos hídricos, latifundios para monocultivos y explotaciones mineras.
De hecho, la oligarquía rural ganadera ha sido la que con más fiereza se ha opuesto a los Acuerdos de Paz, que incluyen la devolución y redistribución de más de tres millones de hectáreas, la investigación judicial de los usurpadores y la reparación económica a sus víctimas. Una oposición encabezada por el también terrateniente Álvaro Uribe Vélez, presidente de Colombia durante los años más álgidos del paramilitarismo e investigado por la Corte Penal Internacional por su posible responsabilidad en crímenes de Estado. Unos crímenes que pasan por asesinatos y hostigamiento a centenares de líderes sociales, periodistas, activistas y cualquiera que fuera considerado “terrorista de los derechos humanos”, como tildó el expresidente a quien se opusiera a su política.
La huida del reclutamiento armado
En ese enmarañado contexto, se crió Luz Marina Flor junto a sus nueve hermanos, “sin conocer el juego” porque todos teníamos que contribuir a sacar adelante una casa pobre, cultivando, cocinando, ayudando en el cuidado de las criaturas más pequeñas. En Colombia, un país de 47 millones de habitantes, 1,37 millones de personas están registradas como indígenas, de las que un 63 por ciento vive por debajo del umbral de la pobreza y de éstas, el 47 por ciento de la miseria, frente al 30 y 9, respectivamente, de media general, según datos del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) del año 2013. Tal es la emergencia humanitaria que sufren estructuralmente los pueblos originarios –de los que 34 están en peligro de extinción–, que son habituales las muertes por malnutrición, en especial, entre menores.
Pese a las dificultades, Luz Marina Flor siguió estudiando hasta el Bachillerato, pero no pudo ir a la universidad por falta de recursos económicos. Fue en esa ahí cuando un grupo armado -rehúsa especificar cuál– intentó reclutarle forzosamente. En su huida en busca de un lugar seguro, se incorporó al Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC) para trabajar como maestra. La entidad le concedió un crédito para estudiar auxiliar de enfermería, una ayuda que pagaría con servicios sanitarios comunitarios.
Este programa de becas, financiado fundamentalmente por la cooperación internacional, ha permitido formarse a numerosas mujeres indígenas, también a través de la Universidad Autónoma Indígena Intercultural del Cauca. Los fondos además han servido para que participen en iniciativas sociales, especialmente dirigidas a combatir el impacto de la guerra en sus territorios, y salir así del enclaustramiento en el ámbito privado y de cuidados y conjugarlo con el espacio público, convirtiéndose muchas de ellas en lideresas sociales, gobernadoras y consejeras. De hecho, su notable incorporación a lo largo de los últimos años al ámbito de la toma de decisiones públicas resulta más destacable si tenemos en cuenta que en Colombia las mujeres sólo ocupan un 12 por ciento de los cargos de elección popular, según datos de las Naciones Unidas. Un fenómeno que ha promovido la recuperación de la figura de la Cacica Caitana, una dirigente indígena que capitaneó varios miles de soldados contra la colonización española a mediados del siglo XVI.
En medio de este clima es donde Flor, procedente de una familia que había perdido sus vínculos con sus orígenes indígenas, entró en contacto con personas que reivindicaban su cosmovisión nasa. Así se formó hasta integrarse en un grupo que decidió a ocupar un terreno baldío donde desarrollar su proyecto comunitario. Su formación, experiencia profesional y arrojo la fueron dibujando como lideresa ante sus compañeros y compañeras, ocupando distintos cargos hasta convertirse en la gobernadora.
La vida como desplazada
Luz Marina Flor ha trabajado durante estos años en la ciudad en tareas domésticas, lavando y planchando ropa y todo lo que le permitiera “llevar a su bebé con ella” –en lo que hace hincapié–, mientras sacaba adelante a su familia. Mientras su esposo ha trabajado esporádicamente en la construcción. Ella ha intentado calmar “la ira y el dolor” que el desplazamiento a punta de pistola causaron a su hijo mayor con terapia musical y mucha comunicación. “Por eso tenemos tanta gente mala, porque fue dañada y no supieron devolverles la armonía”, reconoce. Liderar la batalla en los juzgados contra quienes les desplazaron le han convertido en el centro de las amenazas. “Si vuelves, no saldrás de allí viva”, le han advertido. Pese a todo, Flor ha intentado mantener los lazos con las 24 familias desterradas, pero la ciudad, cuenta, les ha engullido.
La habitación alquilada en la que viven, duermen y comen los cinco miembros de la familia se le viene encima. La falta de un pedazo de tierra que cultivar y del que comer le hace soñar con “su casita” recurrentemente. Y el andar escuchando todo el día noticias sobre una paz que ella no es capaz de vislumbrar, la enfurece: “Hemos sufrido los ataques de las FARC, de la delincuencia, del Estado, de los paramilitares. Y cuando se firme la paz y se sepan los nombres de los guerrilleros, la arremetida por parte de los contrarios va a ser muy dura. Y nosotros vamos a estar en medio. Cualquiera que porte un arma nos puede hacer daño”.
La experiencia de Flor con la justicia legitima su desconfianza. En 2012, la Audiencia Pública se comprometió a conceder 50 hectáreas de tierra a su cabildo y reconocer el resguardo. La promesa nunca se cumplió. Tras el desplazamiento, el juicio ha sido aplazado en varias ocasiones, hasta que en abril de 2016 condenaron a prisión a los culpables, “por uso de arma, agresión y terrorismo. Pero están cumpliendo condena en su casa”. Y cuando Flor se ha dirigido a las autoridades locales y a la Fiscalía para informarles de que iba a volver a la finca, “me han dicho que si me pasaba algo era mi problema. En todo este tiempo no han dado seguimiento a nuestra situación por miedo a las represalias. Nos han dejado solos”, sostiene.
Paradójicamente, de no haber sido desplazada, su comunidad habría podido optar al título de propiedad de la finca en 2015, al cumplir los diez años de permanencia que la ley exige para asignar baldíos a sus nuevos habitantes.
“Mis hijos e hijas viven muy tristes en estas condiciones. No paran de preguntarme cuándo vamos a volver. No podemos permitir que se llenen de odio. Para crecer en armonía tiene que haber limpieza de corazón. Necesito volver para que recuperen la alegría y puedan perdonar. Por eso me vuelvo”. Y para sentirse más segura en medio de tanta impunidad, quería que lo supiera usted, lectora.
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