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Pedro Miguel
La Jornada
En México el
feminicidio es masivo, creciente e imparable. No conocemos los rostros
ni los nombres de las próximas víctimas, pero sabemos, con una
certidumbre aplastante, que las habrá. Que serán decenas, centenares,
miles. A mediados de los años 90 del siglo pasado supimos del fenómeno
atroz que estaba ocurriendo en Ciudad Juárez y ya tenemos más de 20 años
de vivir escandalizados. Ignoramos las circunstancias concretas de
muchos de los crímenes, pero tenemos una completa noción de las
motivaciones inmediatas de una buena parte de ellos: se trata de
rabiosos y desorbitados ejercicios de poder cometidos por individuos
cargados de odio, huérfanos de la más mínima empatía y seguros de que
lograrán coronar el asesinato con la perfecta impunidad.
Sabemos también que el feminicidio es la forma superior de una
violencia que tiene muchos peldaños en los usos sociales consagrados de
la desigualdad de género. y que van desde expresiones hasta mecanismos
de opresión y humillación conyugal, familiar, laboral, política,
económica, médica, hasta el recurso a agresiones físicas no letales.
Es meridianamente claro que en este país no existe ni una sombra de
interés institucional por procurar e impartir justicia en un caso de
feminicidio, a menos que la víctima tenga una preeminencia social y/o
económica, lo que refuerza la idea de que en caso contrario el o los
feminicidas de mujeres anónimas tienen grandes probabilidades de no ser
ni siquiera identificados, y mucho menos de ser sometidos a proceso o de
pisar la cárcel.
En esas circunstancias, el asesinar a una mujer deja de tener
motivaciones significativas: los celos, el abandono, el conflicto por
los hijos, la explotación, la agresión sexual o cualquier otra causa se
diluyen en algo más genérico y simple: hay feminicidios porque es
posible cometerlos sin que el autor tenga que sufrir las consecuencias
de sus actos y sin que la autoridad sea sancionada por no haberlos
evitado ni investigado y castigado una vez cometidos. Ningún procurador
estatal o general, ningún jefe policiaco, ningún gobernador y ningún
presidente han sido llamados a cuentas por la justicia por haber
tolerado –es decir, por haber auspiciado– el incremento de los
feminicidios en el ámbito de su competencia. Y menos, en el baño de
sangre en el que se encuentra sumido el país.
Si las primeras muertas de Juárez prefiguraron la pavorosa violencia
criminal que hoy se abate sobre la generalidad de la población,
actualmente es fácil caer en la tentación de considerar a los
feminicidios como una suerte de horrenda cuota de género en las tasas de
mortandad por asesinato que padece la totalidad de la población. Se
trata, desde luego, de una tentación equívoca, porque ningún hombre es
asesinado por su sexo: las víctimas masculinas de la violencia lo son en
razón de su ocupación, de sus acciones o de su circunstancia inmediata,
pero hay incontables mujeres ultimadas por ser mujeres. Y porque se
puede. Lo mismo ocurre con los gays y las personas transgénero que son
objeto de crímenes de odio.
En México, de acuerdo con las cifras oficiales, la procuración y la
impartición de justicia funcionan al 4 o 5 por ciento, lo que constituye
un abono espectacular para toda suerte de acciones ilegales. Todos los
ciudadanos estamos en peligro de ser heridos o muertos por traer un
celular en la mano, por denunciar a un delincuente, porque nos parecemos
físicamente a alguien, por ser migrantes, por estar en el lugar y a la
hora de una balacera, por defender nuestros derechos. Y las mujeres,
además de todos esos riesgos, están expuestas al riesgo de ser
asesinadas debido a su género.
Pero hay un dato desesperanzador adicional: sin alcanzar las
proporciones industriales que tiene en nuestro país, el feminicidio es
escandalosamente frecuente en naciones como España y Argentina, donde la
tasa de impunidad es dramáticamente menor porque las instancias de
fiscalización e impartición de justicia sí funcionan, o funcionan un
poco más, o no son un completo desastre, como acá. O sea que,
independientemente de contextos nacionales, tenemos enfrente un fenómeno
que deja ver la pudrición irremediable de un modelo civilizatorio y de
una cultura en caída libre hacia la barbarie.
Hace un tiempo el sentimiento de impotencia me llevó a escribir una versión del son istmeño La Llorona
para hablar del asunto tal y como es. Si quieren escucharlo cantado por
Den Villuendas, está en el link del final. Estoy consciente de que es
una de las cosas más horribles que he escrito en la vida.
Ser mujer es un delito, Llorona
con sanción bien definida:
te agarran cuatro canallas
y te arrebatan la vida.
Desde la frontera norte, Llorona,
hasta la frontera sur,
hay un reguero de huesos
que alguna vez fueron tú.
Ay de mi Llorona,
Llorona descuartizada.
Hoy muchos miles de nombres
se juntan en tu mirada.
Serán los hombres del narco, Llorona,
será el marido celoso,
será el sistema completo
el que te entierra en un foso.
No hay vigilancia ninguna, Llorona,
que cuide tu integridad,
no hay ministerios ni jueces
que castiguen la maldad.
Ay de mi Llorona,
alumna con su mochila,
artista o ama de casa, Llorona,
empleada de la maquila.
Desde que tienes seis años, Llorona,
hasta que te vuelves vieja,
el riesgo de que te maten
ni te olvida ni te deja.
Dicen que por ser mujer, ay, Llorona,
por ser joven y bonita,
tienen derecho a tirarte
en una loma maldita.
Ay de mi Llorona,
mi niñita mexiquense,
te fuiste para la escuela
y te encontré en el forense.
Quieren matarte de noche, Llorona,
quieren matarte de día.
Te matan los delincuentes, Llorona,
te mata la policía.
Por los caminos del campo, Llorona,
y también en la ciudad,
siempre acaban tus verdugos
cubiertos de impunidad.
Ay de mi Llorona, Llorona,
cuándo tendré la noticia
que ante los feminicidios
se empiece a aplicar justicia.
Twitter: @navegaciones
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