9/19/2010

Mar de Historias; Cristina Pacheco


Mar de Historias

Bilet rojo

Cristina Pacheco

I

Ignoro en dónde están Salvador y Karla. Me alegra imaginarme que en todos estos años mis hijos no han tenido que hacer investigaciones para encontrarme. Saben que estoy en esta casa, la más modesta y también la más segura del mundo. Fue de mis abuelos, luego de mis padres y al fin nuestra: quiero decir de Renato y mía. Mucho antes de casarnos él y yo empezamos a construir el futuro sobre lo único que teníamos: nuestros sueños.

Realizamos los más importantes. Tal como lo proyectamos tuvimos sólo dos hijos: Salvador y Karla. Nacieron con un año de diferencia. Los inscribimos en la misma escuela. Compartieron los cuadernos, las cajas de colores, la mesa para hacer la tarea. Se peleaban rara vez y siempre por las mismas razones: la bicicleta o la televisión. Para meterlos al orden y evitar nuevos problemas, su padre los amenazaba con vender la bici y dejarlos una semana sin tele.

Llorando, mis hijos se culpaban uno a otro de haber causado el problema. Sus gemidos me aturdían: Se me van a su cuarto y allí se quedan hasta que yo les diga. No quiero seguir oyendo sus chillidos. Entonces no imaginaba que iba a llegar el momento en que estaría dispuesta a cualquier cosa con tal de escuchar de nuevo el llanto de mis hijos.

II

La última vez que lo oí fue un jueves, hace veinticinco años. Renato ya se había ido a su trabajo en Ciudad Sahagún. Yo estaba lidiando para que los niños se dieran prisa. No quería que llegáramos tarde a la escuela y que me los regresaran. Entonces, ¿quién iba a cuidarlos? Yo tenía que presentarme en el laboratorio a las ocho y media. Si llegaba más tarde iban a prohibirme la entrada. Un día sin trabajo significaba un día menos de sueldo. Se lo dije a mis niños mientras les preparaba sus tortas. Salvador repeló –¡Otra vez de huevo con salchicha!– y le di un manazo. Lloró.

Desde su cuarto Karla me gritó que no encontraba el mapa de la República que habíamos comprado la tarde anterior. Lo de menos era conseguirle otro pero, ¿dónde? Eran las siete de la mañana y a esas horas estaba cerrada la papelería de don Chuy.

El descuido de mi hija me enfureció: ¡Busca el mapa! Te advierto que si no lo encuentras me las vas a pagar! Los gemidos de Karla me pusieron más nerviosa. Grité: ¡Ya cállate! Y tú, Salvador, en vez de quedarte allí paradote, ve a ayudar a tu hermana. ¡Muévete, criatura! ¿No ves que ya son siete y cinco? Dios santo, es tardísimo. Apúrenle para que alcancen por lo menos a tomarse la leche.

Parada junto a la mesa, con el vaso en la mano, Karla me preguntó qué debía hacer cuando su maestra viera que no llevaba el mapa. Pues le dices que lo perdiste porque eres una niña muy tonta y muy descuidada. Salvador salió en su defensa: No le digas tan feo a mi hermanita. Me hice la enojada: ¡Cállate! O qué, ¿eres su abogado?

Cuando llegamos a la puerta me di cuenta de que no llevaba mi bolsa. Estoy segura de que la traía. Niños: ¿no vieron en dónde la dejé? Me contestaron al mismo tiempo que no. Necesito encontrarla. Allí tengo los boletos del metro y todas mis cosas. Karla dijo muy seria: También tu bilet rojo. Le sonreí y me pidió que le pintara los labios. Le dije: Te los pinto en la tarde cuando regreses de la escuela, si es que encuentro mi bolsa. Voy a buscarla.

Salvador me preguntó si me esperaban. Vi el reloj: No. Ya son siete y cuarto. Mejor adelántense. No sueltes a Karla de la mano y te fijas muy bien antes de atravesar la calle porque hay choferes muy atrabancados. La niña me gritó: Mamá: ¿de veras vas a pintarme la boca cuando regrese? No le respondí.

Me sentía incómoda, temerosa por lo que pudiera suceder el resto de ese jueves. Me parecía un mal principio el hecho de que en unos cuantos minutos le hubiera dado a Salvador un manazo para castigar su aversión por la torta de huevo con salchicha y que le hubiese gritado niña tonta a Karla por haber perdido su mapa. Para colmo, yo no encontraba mi bolsa.

Decidí buscarla en la cocina. Al entrar noté olor a gas. ¡Lo único que me faltaba! Al agacharme para cerrar la llave de paso descubrí mi bolsa junto a la estufa. La tomé y la abrí para comprobar que llevaba todo lo necesario. Entonces me dio un mareo. Lo achaqué a que no había desayunado. Enseguida oí el tintineo de los vasos. Miré hacia el gabinete. Vi cómo se abrían las puertas y rodaban los platos. Los vidrios de una ventana estallaron.

¡Está temblando! Pensé en mis hijos. Tropezándome contra los muebles atravesé la sala. Los retratos se desprendían de las paredes como si mis padres, mis abuelos y mis tíos ya no quisieran seguir compartiendo el mismo lugar. Al fin cayó el espejo y se hizo añicos. En ese momento conocí el pánico.

III

Abrí la puerta. La calle era un infierno. En el suelo estaban las piedras y los vidrios de las que hasta unos minutos antes habían sido paredes, techos y ventanas. En el aire flotaban olor a gas y nubes de polvo. Por todas partes se oían sirenas y cláxones. A cada paso iba encontrando desconcierto, preguntas, miedo, gritos, llanto, rezos. Lejos, muy lejos, sonaban las campanas.

Era difícil correr en medio de tanta gente que huía pisando todo lo desprendido de las fachadas. Fue escalofriante seguir corriendo y no detenerme ante los cuerpos caídos; fue una hazaña no caerme en las banquetas partidas; fue agotador llegar hasta la esquina en donde estaba segura de que encontraría a mis hijos.

No los vi. Me puse a dar vueltas en el mismo lugar. Grité sus nombres, dije cómo iban vestidos y que sus mochilas tenían forma de tortuga y de conejo. Una vecina me reconoció: Creo que los vi entrando en la tienda. De La Conchita sólo quedaban una cortina arriscada y un mostrador sepultado bajo los escombros. Seguí preguntando. Un desconocido me dijo que había visto a dos niños en la puerta del dispensario. Llegué cuando ya salía humo por las ventanas y el letrero estaba a punto de caer sobre montones de cajas y frascos rotos.

Seguí corriendo, preguntando por mis hijos sin darme cuenta de que nadie me oía. No sé cómo llegué a la escuela. Por lo que vi y lo que escuché le imploré al cielo que Salvador y Karla no hubieran alcanzado a llegar. Pensé que tal vez al sentir que temblaba habían vuelto a la casa. Regresé allá. Mi dicha de verla en pie se volvió desesperación al recorrerla y encontrarla desierta.

Pensé en llamar a Renato para pedirle ayuda. Tomé el teléfono. ¡Muerto! Tenía que buscar otro. Por si mi marido y mis niños volvían mientras yo estaba buscándolos les dejé un recado. Tenía que ser claro y muy visible. Por eso se me ocurrió escribirlo sobre la puerta, con mi bilet rojo: Espérenme aquí. Estoy bien. Mamá.

A partir de ese momento, por el resto del día dejé en todas partes muchos otros mensajes. También los escribí con el lápiz labial que tanto le gustaba a Karen y con el que prometí pintarle la boquita cuando regresara de la escuela.

Ni ella ni Salvador han vuelto. Si lo hacen me encontraré con un hombre de 32 años y una mujer apenas un año menor. A los dos les contaré que su padre murió la noche del mismo jueves l9 de septiembre, en la escuela, mientras ayudaba en el rescate de otros niños y siempre con la esperanza de encontrar a sus hijos.

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