Sara Sefchovich
Lo más sorprendente de los festejos del Bicentenario, fue la solicitud de las autoridades de no acudir a ellos. Parecía increíble que después de meses de bombardearnos con anuncios sobre el orgullo de ser mexicanos y la maravilla de fiestas y espectáculos que nos esperaban, luego nos pidieran que lo viéramos “en la comodidad de tu casa”.
Cuando el encargado de la Secretaría de Seguridad Pública del DF hizo la recomendación, pensé que lo que quería era echarle a perder la fiesta al gobierno federal, pues sabemos del pleito casado entre los dos gobiernos y entre las dos comisiones encargadas de los festejos. Cuando Televisa también nos propuso quedarnos en casa, pensé que lo que querían era defender su rating, que cobran espléndidamente con los comerciales. Pero cuando la mañana del día 15, el propio gobierno federal empezó a dejar recados grabados en las contestadoras de los teléfonos de la ciudad de México, para que viéramos el espectáculo pero sin acudir a él, de plano me di cuenta de que la cosa era grave.
Obviamente lo que esta actitud puso en evidencia fue el miedo. Pero no sé bien si a la violencia que pudiera provocar el narco, o a la incapacidad de las policías para evitar problemas y delincuencia, o a los gentíos que suponían que se lanzarían al lugar o a los posibles abucheos al Presidente y al festejo.
El hecho es que cuando empezó la fiesta, parecía que los ciudadanos habían obedecido la consigna. La avenida Reforma estaba semivacía al paso de los carros alegóricos y el Zócalo era un demasiado bien organizado y perfectamente cuadriculado espacio sin puestos de fritangas, sin sombreros ni cornetas ni huevos de harina y con un público que no levantaba el ánimo ni con todo y los profesionales contratados para lograrlo. Y algo similar ocurría en las glorietas donde se hicieron conciertos, a pesar del esfuerzo de los cantantes por levantar a la gente.
Entonces, igual que cuando Alfonso Reyes preguntó ¿qué habéis hecho de mi alto valle metafísico?, yo me pregunté ¿qué habéis hecho de mi divertida verbena popular?
Todo eso lo trataron de ocultar en la televisión, mostrándonos desde las alturas perspectivas grandiosas de la Plaza Mayor, haciendo referencias al buen clima y a los espectaculares fuegos artificiales, pero sin ningún acercamiento al piso, sin permitirnos escuchar el sonido de la multitud, sin entrevistar a los asistentes. Esto, hay que reconocerlo, no fue el caso de la televisión cultural, cuya transmisión fue sin duda superior, acompañada de especialistas en historia y con la voz de asistentes y televidentes.
A decir verdad, tampoco ayudó mucho la cara del presidente Calderón, que mostró una enorme tensión o cansancio o enojo y sobre todo mucha prisa, apenas si ondeó la bandera después del grito, no sonrió ni conversó con quienes le acompañaban en el balcón del Palacio Nacional y desapareció de vista.
La ventaja es que los mexicanos somos como somos: aunque nos digan no lleves a tu bebé y a tu abuelita, los llevamos y aunque nos digan pórtate serio nos animamos. Y poco a poco, el festejo se fue convirtiendo en fiesta. Porque a nosotros nos gusta la fiesta, el relajo, la bola. Nuestro carácter mitotero, chimiscolero, como dicen, permitió salvar la noche si no del todo en el Zócalo, sí en las glorietas de Reforma y en otras plazas de la ciudad y del país.
Así que a fin de cuentas, el festejo resultó una fiesta “muy bonita”, para usar la única frase que se saben los conductores de televisión y que nos repitieron hasta el cansancio, y sobre todo, sin problemas, con eso que llaman “saldo blanco”. Y dentro de cien años se podrá hacer la crónica, ya para entonces dejando de lado lo tenso y mostrando sólo lo animado. Y quizá, hasta incluyendo al monumento conmemorativo, sin prestar demasiada atención al pequeño detalle de que no estuvo listo a tiempo.
Lástima que la capital no tuvo presencia en esa fiesta, como lo merecemos sus habitantes, aunque sea solamente porque pase lo que pase, siempre levantamos cabeza, como sucedió hace un cuarto de siglo cuando los temblores nos devastaron.
sarasef@prodigy.net.mx
Escritora e investigadora en la UNAM
Cuando el encargado de la Secretaría de Seguridad Pública del DF hizo la recomendación, pensé que lo que quería era echarle a perder la fiesta al gobierno federal, pues sabemos del pleito casado entre los dos gobiernos y entre las dos comisiones encargadas de los festejos. Cuando Televisa también nos propuso quedarnos en casa, pensé que lo que querían era defender su rating, que cobran espléndidamente con los comerciales. Pero cuando la mañana del día 15, el propio gobierno federal empezó a dejar recados grabados en las contestadoras de los teléfonos de la ciudad de México, para que viéramos el espectáculo pero sin acudir a él, de plano me di cuenta de que la cosa era grave.
Obviamente lo que esta actitud puso en evidencia fue el miedo. Pero no sé bien si a la violencia que pudiera provocar el narco, o a la incapacidad de las policías para evitar problemas y delincuencia, o a los gentíos que suponían que se lanzarían al lugar o a los posibles abucheos al Presidente y al festejo.
El hecho es que cuando empezó la fiesta, parecía que los ciudadanos habían obedecido la consigna. La avenida Reforma estaba semivacía al paso de los carros alegóricos y el Zócalo era un demasiado bien organizado y perfectamente cuadriculado espacio sin puestos de fritangas, sin sombreros ni cornetas ni huevos de harina y con un público que no levantaba el ánimo ni con todo y los profesionales contratados para lograrlo. Y algo similar ocurría en las glorietas donde se hicieron conciertos, a pesar del esfuerzo de los cantantes por levantar a la gente.
Entonces, igual que cuando Alfonso Reyes preguntó ¿qué habéis hecho de mi alto valle metafísico?, yo me pregunté ¿qué habéis hecho de mi divertida verbena popular?
Todo eso lo trataron de ocultar en la televisión, mostrándonos desde las alturas perspectivas grandiosas de la Plaza Mayor, haciendo referencias al buen clima y a los espectaculares fuegos artificiales, pero sin ningún acercamiento al piso, sin permitirnos escuchar el sonido de la multitud, sin entrevistar a los asistentes. Esto, hay que reconocerlo, no fue el caso de la televisión cultural, cuya transmisión fue sin duda superior, acompañada de especialistas en historia y con la voz de asistentes y televidentes.
A decir verdad, tampoco ayudó mucho la cara del presidente Calderón, que mostró una enorme tensión o cansancio o enojo y sobre todo mucha prisa, apenas si ondeó la bandera después del grito, no sonrió ni conversó con quienes le acompañaban en el balcón del Palacio Nacional y desapareció de vista.
La ventaja es que los mexicanos somos como somos: aunque nos digan no lleves a tu bebé y a tu abuelita, los llevamos y aunque nos digan pórtate serio nos animamos. Y poco a poco, el festejo se fue convirtiendo en fiesta. Porque a nosotros nos gusta la fiesta, el relajo, la bola. Nuestro carácter mitotero, chimiscolero, como dicen, permitió salvar la noche si no del todo en el Zócalo, sí en las glorietas de Reforma y en otras plazas de la ciudad y del país.
Así que a fin de cuentas, el festejo resultó una fiesta “muy bonita”, para usar la única frase que se saben los conductores de televisión y que nos repitieron hasta el cansancio, y sobre todo, sin problemas, con eso que llaman “saldo blanco”. Y dentro de cien años se podrá hacer la crónica, ya para entonces dejando de lado lo tenso y mostrando sólo lo animado. Y quizá, hasta incluyendo al monumento conmemorativo, sin prestar demasiada atención al pequeño detalle de que no estuvo listo a tiempo.
Lástima que la capital no tuvo presencia en esa fiesta, como lo merecemos sus habitantes, aunque sea solamente porque pase lo que pase, siempre levantamos cabeza, como sucedió hace un cuarto de siglo cuando los temblores nos devastaron.
sarasef@prodigy.net.mx
Escritora e investigadora en la UNAM
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