Cuando Sabina Kilimanjaro comenzó a entender que no necesita a nadie para salvarla de sí misma.María Teresa Priego
Mis
queridas/os lectoras/es (ambos cuatro) esta historia fue prevista para
dos entregas, pero me van a disculpar, me he ido encariñando: entre más
escucho a Sabina, más quiero saber. Entre más voy a la Santa María de
la Ribera más quiero ir. La historia se alarga. Les agradezco su
compañía y su paciencia.
En los atardeceres melancólicos, enclaustrada en su casa de la colonia Santa María de la Ribera, Sabina se disfraza de muñeca.
Se disfraza así:
Pintora: Teresa Oaxaca
Sabina no emplea la palabra “disfrazarse”, no, ella dice: “Me
encarno”. Si una le preguntara ¿en qué te “encarnas”? Ella respondería:
“En esa muñeca con moños y encajes que era el sueño de mi padre para
mí. El sueño de mi padre de recuperar en mí a su madre”. “¿Era como una
muñeca su madre, Sabina?”. “Nadie lo sabe. Sólo teníamos una foto.
Nadie lo sabe. Tenía los cabellos desparramados y pintados de rubio”.
“Se llamaba Jilguera. En el acta de nacimiento de mi padre se llama
Rosita, pero ese nombre a todos se nos fue olvidando. Desapareció
Jilguera, y a mi padre (su único hijo) le dejó un recadito escrito en
la bolsa del pan, adentro de la bolsa había un Garibaldi y el recadito
decía: “Ya me voy. Cuando tengas hambre, te lo comes. Tu madre”.
Pero al niño el pan, no le habrá alcanzado ni para la primera de sus
hambres, sobre todo porque nunca más nadie supo de Jilguera. Huyó, como
quien huye de lo que no le importa nada, o como quien se arranca de
aquello que le importa demasiado. No hay manera de saber. “Quizá por
eso me amarraba a la silla, mi padre”, dice, Sabina. “Me amarraba para
que no me fuera. Porque no podía vivir sin mí. Nadie puede soportar un
dolor de abandono si sucede dos veces”.
El padre llamaba a la escuela primaria para decir que su hija estaba
enferma, y la niña sanísima era obligada a regresar a su cama. La madre
le colocaba en la frente compresas de agua caliente, y compresas de
agua helada, y le daba a beber
aceite de ricino, y cucharadas de miel y de aceite de oliva, y té de
hinojo y de jengibre y de manzana, y todo tipo de remedios para los más
diversos males. Desbrujulada, la madre, ¿qué remedio será bueno para
una niña que no padece nada?
El padre decía: “No te muevas, muñeca de sololoy. No te muevas. Te
voy a tomar una foto”. Las sesiones podían durar mucho, a veces con
cámara y a veces sin ella. Sabina se mantenía tan inmóvil, como cuando
su padre la amarraba a la silla del comedor. “Sonríe, muñeca de
sololoy. Suspira. Ahora canta, Jilguera. Canta”.
Sabina sabía que su padre la amaba de esa manera porque ella le
recordaba a su abuela, y se sentía muy agradecida y conmovida. Entendía
(ella intentaba entender, y entender, y entender) que si bien los
bofetones de su padre aterrizaban en sus mejillas, no eran agresiones
que le estuvieran dirigidas. Había sufrido tanto su papá.
A veces Sabina se distraía y era incapaz de seguir el hilo de las
órdenes. Como decía su padre: “Estropeaba el momento” o “arruinaba el
encanto de la sesión”, de allí los moretones en los brazos que durante
los recreos acariciaba su maestra de geografía. De lejos Sabina
escuchaba el ruido de su madre lavando los platos en la cocina, pasando
la aspiradora. Mirando su telenovela preferida.
El padre salía de la casa dando portazos. Se hacía un silencio de
hogar enfermo de algo. Un silencio de barco fantasma. “No vales nada,
Sabina”, decía la madre, cuando entraba a la habitación. “Éramos
felices, él y yo. Muy felices, hasta que llegaste a echarnos a perder
la vida”. Las frases variaban en su intensidad, pero se repetían.
Luego la madre decía: “Abre la boca”, y deslizaba sobre su lengua
–como toda madre amorosa e inquieta por la salud de su hija- una
cucharada de Emulsión de Scott.
El aceite de hígado de bacalao que su madre ofrecía a Sabina, y que
Sabina sigue tomando cada tarde, en un amoroso ritual de gratitud y de
memoria:
Si Sabina tenía suerte, su madre se sentaba en un sillón junto a la
cama y le enseñaba a bordar. También le contaba el último capítulo de
la telenovela: “Como sufren, hija. No te imaginas qué vidas. ¡Qué de
penurias en sus vidas!”. “Oh”, dice Sabina, “éramos una familia como
todas las familias, no hay demasiado que contar”.
“Nos amábamos”, dice. “Ya ves cómo es el amor. Las exigencias del
amor. Vivíamos rodeados de pasado y de baúles. Baúles con encajes,
sombreros, maquillajes, medias. Generaciones de baúles repletos de
objetos imposibles”.
“HAY PERSONAS QUE SE PIERDEN Y YA NUNCA MÁS SE ENCUENTRAN”.
Sabina piensa que se le están gastando las palabras, y se preocupa.
Sabe que hay algo en esa historia que se narra y vuelve a narrarse que
ya no se sostiene. Como un vestido desgastado, las palabras. Lavadas,
enjabonadas, despintadas por el sol, las palabras. Benito Efraín
embarra el lodo de sus botas por la casa, y ella lo entiende: es
distraído. Benito Efraín arroja el plato con sopa sobre el parqué y
ella entiende: No está buena la sopa. Benito Efraín guarda en una
cuenta a su nombre las ganancias de la venta de las almohadas y cojines
que borda Sabina y ella entiende: las mujeres son irresponsables y
manirrotas.
“No puedo dejar lo nuestro”, piensa Sabina. Se asoma por la ventana
y siente terror de imaginar la calle. La oscuridad. La soledad. El
desvarío. Las tentaciones. Esa sensación que le muerde la piel y
amenaza con quebrarle los huesos: Quiere estar sola. Salir corriendo.
“Traigo la locura de la madre de mi padre en la sangre”, piensa. “¿Qué
sería de mí caminando por esas aceras? ¿Qué sería de mi sin techo ni
ley? Un estremecimiento la recorre de imaginar el horror en el que ella
sola podría convertir su vida.
Ella perversa y malvada. Alma perdida, como la Jilguera. “Sin mí
vivirías en una pocilga rodeada de menesterosos”, dice Benito Efraín, y
a los dos se les olvida que la casa es de ella, que de sus manos salen
esos bordados deliciosos. Tantas realidades se les olvidan a los dos,
son cómplices en un pacto silencioso y oscuro. “No quiero perderme”,
piensa. “No quiero que me ataque la locurita”. Entre más sueña con
huir, más tiembla. Recuerda las crisis de pánico a mitad de la calle
cuando murieron sus padres.
Recuerda cómo se escondía debajo de la cama con su perrita,
cubiertas las dos con cinco edredones. Recuerda como le faltaba el aire
con sólo ir al mercado, tomar un autobús, abrir la puerta. Benito
Efraín llegó cargado de promesas. Llegó a librarla de sí misma. Llegó
con sus flores y sus serenatas y esa agresión tan evidente aunque
subterránea. El cerrajero llegó con lo más intenso y conmovedor que
podía ofrecerle a Sabina: La única manera de sentirse amada que ella
conocía.
Los gritos. Las puertas que se azotan. Las palabras bruscas. La
humillación, vaya que Sabina las reconocía. Los platos que vuelan.
“Tuve suerte”, pensaba Sabina sin pensarlo, “hay personas que se
pierden y ya nunca más se encuentran”. “Terminarás en un hospital
psiquiátrico como tu abuela, esa, la Jilguera”. “Pero nadie sabe dónde
terminó mi abuela”. “Sólo tú no lo sabes, loca. Loca de atar”. Y
entonces la ataba.
Pasados los años, entre más la ataba, más soñaba Sabina. Sueña con
las montañas, y con el mar, y sueña los clásicos sueños del encierro:
Que le salen alas y vuela, que encuentra un pasadizo secreto para
escabullirse, que se convierte en una gata valientísima y sale
disparada por los tejados. De golpe recuerda la película La Strada
(la de Fellini) y la muerte de la Gelsomina (sola, desamparada y sola)
cuando la abandona el Gran Zampano. Se aterra y corre a “encarnarse” de
muñeca rodeada de muñecas. Como en las fotos de cumpleaños que le
tomaba su padre.
“No te muevas muñeca de sololoy. No te muevas”. Sabina y sus muñecas se ven así:
Otra obra de Teresa Oaxaca
“LA LIBERTAD ES UN LLAMADO A LA CATÁSTROFE”.
Sabina dice que no quiere terminar en un psiquiátrico como su abuela
la Jilguera. Ni tirada a campo abierto como la Gelsomina. “¿Por qué
sería así, bonita?”. “Porque está escrito”. “Qué escrito ni que la
manga del muerto”, dice la Manola, que ya entró en nuestras vidas. La
Manola tiene un puesto de películas pirata con su hijo el caifancito,
en el tianguis del Chopo de la Santa María de la Ribera. Y sí, el
chamaco se llama así por la película de Los caifanes. Su nombre en el
registro civil es Antonio, también por una película: Los girasoles de
Rusia.
Los momentos fundamentales de la vida de Manola han estado marcados
por las películas, y habla así: “Me enamoré como la ilsa”. “Me sentí la
Sonia Braga en Gabriela”. “Vivimos de El salario del miedo”. “Hemos
perdido La sal de la Tierra”. “Ya deja a ese hojaldre”, le dice a
Sabina. Creo que lo suyo son las terapias de shock. Todo esto sucede a
través de los visillos, mientras Benito Efraín (de oficio cerrajero)
anda fuera.
Sabina corre las cortinas (desde adentro) y asoma su rostro
desolado. “¿Dejarlo? ¿Romper nuestro pacto? Quisiera tanto algunos
objetos, ¿me traerían los objetos que necesito?”. “Dicta”, dice la
Manola, y saca su lápiz y su cuadernito de hacer cuentas.
A) Un libro de poemas.
B) Un paraguas.
C) Un espejo grande.
D) Una pluma fuente con tinta azul.
E) Un cuaderno de tapa roja.
F) Unos lápices de colores.
G) Un sacapuntas con forma de mundo.
Que nadie juzgue a Sabina Kilimanjaro, porque nunca ha dañado ni a
una hormiga, ni a un pajarito, ni a un gato, ni a una liebre, ni a un
elefante, ni a un lagarto, ni a un ser humano.
Lo suyo, lo que se dice lo suyo: Es hacerse daño a sí misma.
Pero no lo sabe.
Aún.
El sacapuntas con forma de mundo para Sabina:
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