La
expresión “carabina de Ambrosio” comúnmente está asociada con la
inutilidad u origen apócrifo de una cosa. De acuerdo con el relato
popular, el adagio alude a un bandolero del siglo XIX que acostumbraba
atracar a sus víctimas con una carabina falsa. El mundo criminal de
nuestra época no es tan cándido; pero sí el uso político-mediático que
rodea sus intrigas. Las interpretaciones de la prensa dan tumbos al
compás de estos montajes circenses.
Esta semana la nota estelar
de la prensa fue la fuga del celebérrimo capo Joaquín “Chapo” Guzmán
Loera. Y como si se tratara de un hecho trascendental para la vida
pública del país, los medios nacionales e internacionales cubrieron
hasta la hipertrofia el acontecimiento. Llama la atención que la
primera licitación de la ronda uno para la entrega del
patrimonio energético, y los oscuros procedimientos que cortejan la
adjudicación anticonstitucional de los hidrocarburos, recibiera un
tratamiento francamente marginal en la prensa. O que la escalada de
represión contra los maestros pasara prácticamente inadvertida en los
medios tradicionales. Casi toda la atención se concentró en el escape
del ahora prófugo capo sinaloense o en la fútil visita a Francia de la
actoral pareja presidencial mexicana. Naturalmente la prensa contribuye
decisivamente a la epocal conversión de la política en política
ficción. Yerran aquellos que definen a los medios de comunicación como
un “cuarto poder”. En México y el mundo, la prensa define los
contenidos de la política, e incluso pone y depone presidentes a su
antojo. Televisa o el “canal de las estrellas” es un “primer poder”.
Eso explica que los medios informativos estén tan atentos a las
peripecias escapatorias de un hampón “estrella” y a las protocolarias
acrobacias de un remedo de “estrella pop” presidencial en galas
transatlánticas. En este desierto de espejismos las malinterpretaciones
son la norma.
Casi todos los analistas coinciden en
señalar que la fuga de Guzmán Loera, ocurrida la noche del sábado 11 de
julio en el reclusorio de “máxima seguridad”(sic) del El Altiplano, en
Almoloya de Juárez, Estado de México, es sintomático de la corrupción
institucional, y especialmente de la podredumbre del sistema
penitenciario. Esta interpretación también permea el imaginario
ciudadano. Una encuesta de CNN México revela que 9 de cada 10 mexicanos
opina que la fuga del connotado “Chapo” se debió a la corrupción de las
autoridades. Y claro, Donald Trump y consortes aprovecharon la
escaramuza para regurgitar hasta el hastío la consigna de la presunta
“cultura” de corrupción del mexicano. Esa narrativa sólo tiene un
beneficiario: Estados Unidos. Es Estados Unidos el principal interesado
en alimentar ese discurso de nuestra “corruptibilidad” nacional,
incluso aunque aluda a aspectos puramente formales o institucionales.
En ese subterfugio se incuba la posibilidad de profundizar la
intervención de Estados Unidos en la agenda doméstica, y de hacer
avanzar el ensamblaje o yuxtaposición de soberanías en materia de
seguridad y otros renglones de crucial importancia para el gobierno
norteamericano.
No es casual que el secretario de
gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, y el embajador de Estados
Unidos, Anthony Wayne, se reunieran el martes 14 por la tarde para
acordar el fortalecimiento de “la coordinación y colaboración que
existe entre ambos países, a fin de lograr la recaptura de Joaquín
Guzmán”. El miércoles 15 algunos diarios nacionales dieron cuenta del
involucramiento del FBI y la Administración Federal de Drogas (DEA) en
las operaciones de persecución del capo. Un día después, la DEA –como
si se tratara de una autoridad ungida constitucionalmente– declaró que
utilizaría cárteles enemigos al de Sinaloa para atrapar al prófugo
delincuente. “Estamos buscando en todos lados, estamos observando a
gente que ayuda a su organización, a sus familiares que podrían estar
involucrados; a sus exasociados, a cárteles rivales que posiblemente
puedan hablar con algunos de sus subalternos”, declaró Jack Riley,
director de Operaciones de la DEA (Proceso 16-VII-2015).
No es nada original el guión. En 1993, la táctica de cacería de Pablo
Escobar en Colombia se apoyó fuertemente en una alianza con el grupo
paramilitar “Pepes” (Perseguidos por Pablo Escobar) y gente del cártel
de Cali. Al final no hubo captura sino abatimiento de Escobar, cabeza
del cártel de Medellín en aquel tiempo. Y las instituciones de
seguridad colombianas, la cuestionada presidencia de Cesar Gaviria, y
el Plan Colombia o Plan de Estados Unidos para Colombia (antecedente
consanguíneo de la Iniciativa Mérida) consiguieron recuperar amplios
márgenes de aprobación y credibilidad.
No pocos
especialistas se rasgan las vestiduras alegando que la fuga de Guzmán
Loera representa un golpe a la credibilidad de las instituciones y sus
altos mandos. Pero ese es precisamente el tenor de los reclamos que
abren el horizonte para la restauración de la imagen gubernamental e
intergubernamental (Estados Unidos-México), que todo hace suponer está
detrás de este teatral ardid escapatorio.
Con una eventual captura o abatimiento del “Chapo” todos los frentes de poder dominantes en México ganan.
Es por lo menos discutible el argumento de que este “bochornoso”
episodio marca el fin de una estrategia, la caducidad definitiva de una
política de seguridad orientada a la aprehensión de los jefes de la
droga o al descabezamiento de los cárteles. Si en los próximos días o
semanas o meses el “Chapo” fuera recapturado, las instituciones de
seguridad mexicanas, el gobierno de Enrique Peña Nieto, y las
estrategias estadounidenses comprendidas en la Iniciativa Mérida o Plan
México recuperarían un terreno en materia de legitimidad que de otro
modo se antoja perdido.
Los jefes criminales son
empleados de los Estados y los bancos. Y las estructuras horizontales
de los cárteles modernos, constituidos como consejos empresariales,
permiten el reemplazo y rotación de esos empleados. A algunos de los
líderes se les encarcela temporariamente o extradita. A otros se les da
muerte. Pero las redes financieras y políticas se conservan incólumes.
Pedro Peñaloza, investigador en temas de seguridad de la facultad de
Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de
México (UNAM), hace notar: “El error estratégico es que en México se
descabeza, pero no se desarticula. Sólo se arresta a los gerentes de
los cárteles, pero no se hace nada con la red de complicidades
políticas y económicas que sustentan al narcotráfico. Pese a la captura
de Guzmán, no se tocaron los bienes, cadenas de producción ni de
distribución del cártel de Sinaloa. Cuando sean detenidos miembros de
la clase política que son cómplices, se estará desarticulando” (La Jornada
13-VI-2015). El escape de Guzmán Loera no significó de ningún modo una
reformulación de la estrategia. Al contrario, tras la noticia de la
fuga el gobierno dispuso 10 mil policías federales –incluidos elementos
de élite– para la pesquisa del narcotraficante sinaloense. Y además, a
petición de Estados Unidos, la Interpol emitió una alerta para su
búsqueda en 190 países.
La segunda huida del “Chapo” no
es exactamente el “Waterloo mediático en que el Estado mexicano terminó
de perder la guerra al narco”. De hecho, el gobierno convenientemente
alega “traición desde el gobierno”. La visita a Francia de Peña Nieto
acompañado de más de 400 personas, incluidos funcionarios de alto
rango, militares, empresarios y anexos, exonera al menos mediáticamente
al presidente y secuaces. Desde el punto de vista de la estrategia de
seguridad actual, la fuga del “criminal más buscado a escala mundial”
es un bálsamo que alienta la continuidad de los aspectos torales de esa
estrategia.
Todo indica que la intriga de la fuga es un
montaje teatral en el que convergen los intereses dominantes de la
trama del narcotráfico, y no un “descalabro” que propicie una
reformulación de los planteamientos que rigen el curso de la
fraudulenta guerra contra el narcotráfico.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario