Y de cómo el Tímido-Tímido y la Tímida-Intrépida comenzaron a desearse –de tantas maneras- sin apenas saberlo.
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Folletín. Primera entrega.
“El punto supremo es cierto punto del espíritu donde la vida y la
muerte, lo real y lo imaginario, el pasado y el futuro… dejan de
percibirse contradictoriamente”.
André Breton. Segundo Manifiesto Surrealista.
La primera ocasión en que sus miradas se cruzaron
¡Ah! Gimió la Tímida-Intrépida a las 12:00 horas de un sábado del
mes de octubre del año 2012 ante la obra “La giganta” de Leonora
Carrington, exhibida en la exposición In Wonderland (Mujeres surrealistas) en el Museo de Arte Moderno de la ciudad de México.
¡Ah! Volvió a exclamar con una intensidad tan inquietante, que el
guardia de la sala se precipitó al lado suyo, sólo para constatar que
la mujer en cuestión mantenía ambas manos sobre su corazón, y en ningún
otro lado, tal y como decretan el respeto a la moral pública y el Bando
de Policía y Buen Gobierno.
Es difícil el oficio de vigilante de museo, tantas horas de
inmovilidad (sin meditación trascendental) conducen a gran número de
personas a los más turbios pensamientos, sumado a la diversidad de
costumbres de esa especie –a menudo estrafalaria– que pulula en los
museos. A la exacta distancia de la pintura expuesta justo al lado, el
Tímido-Tímido sintió un sobresalto, casi un llamado. “El canto de una
sirena”, se dijo ante las honduras del gemido. Desde la escuela
secundaria, cuando fue alumno de la maestra Margarita, se convirtió en
un admirador hipnotizado de los gemidos femeninos.
La maestra Margarita era capaz de narrar la historia de “Los héroes
que nos dieron Patria”, con una tal cantidad de gemiditos intercalados
(era una gran romántica), que los alumnos no podían más que
preguntarse, cómo los héroes, tan ocupados en pasiones innombrables,
pero insinuadas, tuvieron el tiempo de darnos Patria. Se hizo pues,
imperceptiblemente, un geminómano-ludicópata. “Pero, ¿qué mira esa
mujer, qué mira?”
“La giganta” –que mira la Tímida-Intrépida– cobija un huevo entre
sus manos. Ella leyó algunos significados simbólicos del huevo en la
pintura de las mujeres surrealistas, en un texto de Gloria Feman: “A
los análisis previos sobre el significado simbólico del huevo se puede
añadir ahora un nuevo nivel de interpretación que abarque las
dimensiones chamanísticas del viaje desde el descenso al surgimiento,
muchos años más tarde, en un País de las Maravillas”. Ya saben que
Carrington, Remedios Varo y Katy Horna se reunían para sus estudios
esotéricos alrededor de la mesa de la cocina. Los poderes cósmicos.
El principio de la creación en femenino. El huevo significaría un
renacimiento. “La alquimia, la mitología celta, la cábala, el budismo
tibetano, el gnosticismo, la magia, el chamanismo, la psicología
junguiana, el culto pre-patriarcal de las diosas y el tarot, son sólo
algunas de las fuentes en las que se inspiró Carrington”, escribió
Feman. Y esa mujer rodeada de símbolos, protege a un huevo. La
Tímida-Intrépida se retiró del cuadro, el Tímido-Tímido avanzó hacia
él, y por unos segundos sus miradas –entimidecidas– se cruzaron.
Después, ambos salieron hacia el jardín.
Ella se sentó en la última banca del lado derecho del jardín. Él se
sentó en la primera banca, del lado izquierdo del jardín. Ambos
extrajeron sus utensilios y sus almuerzos: Ella un sándwich de salmón
ahumado con alcaparras. Una pera. Un pedazo de pan de elote.
Aceitunas. Además: Un termo para café con vino blanco. Un pequeño
mantel de florecitas de estilo provenzal. Una servilleta que hacía
juego. Un platito de plástico azul marino y una copa azul marino, que
combinaban con el mantel. Él extrajo: Un sándwich de jamón serrano con
queso de cabra. Una botella de agua.
Podría parecer ante los datos que se ofrecen, que la
Tímida-Intrépida es una personalidad extrovertida y expansiva, y el
Tímido-Tímido, una personalidad introvertida y austera. En realidad, la
diferencia sólo atañe de manera directa a los usos y costumbres
inscritos en la diferencia sexual: Él lleva consigo un pequeño
portafolio en el que además tiene que guardar su computadora. Ella un
morral chiapaneco con flores bordadas en el que le cabe la mitad de la
casa.
Durante el consumo de sus respectivos alimentos, los personajes
cruzaron algunas miradas más, como que muy disimuladas y como que muy
de reojo. Ella lo cuenta temblorosa en su diario de octubre del 2012.
Él sólo escribió en el suyo: “Hoy escuché por vez primera las honduras
del gemido de una sirena. La causa no fui yo, sino Leonora Carrington”.
La segunda ocasión en que sus miradas se cruzaron
El Tímido-Tímido dudó en asistir ese sábado a la exposición de
Louise Bourgeois en Bellas Artes. La semana entera había transcurrido
en una sobrecarga de trabajo, una reunión de emergencia, un torneo de
ajedrez y una llanta ponchada a mitad del tráfico, lo que le provocó la
atención negativa de cantidad de conductores exasperados. Demasiado
para un alma solitaria. Tuvo la sensación de que una multitud de
personas lo rodeaba hasta en sueños. El sol entró por la ventana y se
cubrió el rostro con la almohada.
Después recordó que era hora de pasear con el Absoluto del Amor. Es
su perro. Y se llama así, para que cada vez que alguien le diga: “El
absoluto del amor no existe”, (lo que él sabe que es verdad, pero le
duele muchísimo) entonces les muestra a su perro, o la foto de su perro
y dice: “Ya ven que sí existe”.
La Tímida-Intrépida había asistido la noche anterior a una reunión
familiar a la que llegaron su tía Elsa y su tío Ernesto. Nunca había
vuelto a verlos. Por suerte. Esa noche volvió a verlos. Por mala
suerte. Su tío Ernesto era un abogado defensor de las más nobles causas
y al que sólo ella sabía -¿sólo ella lo sabría?- le gustaban las niñas.
Su sobrina, por ejemplo. Era una afición secreta para él -y sin
consecuencias- como encerrarse a beber whiskey en el vestidor.
“¡Preciosa!”, decía el tío Ernesto a cada una de sus sobrinas mientras
las abrazaba en público, paternal y bonachón.
La Tímida-Intrépida sintió una oleada de náuseas. Un dolor rudo que
se le iba hacia las muelas. Una grandísima vergüenza. Y rabia. La rabia
que provocan el silencio obligado -y por lo tanto- la complicidad
involuntaria. Se despertó el sábado muy temprano para ir a la
exposición de Louise Bourgeois. Le parecía urgente. Hay experiencias
que son un resarcimiento. Casi mágicas.
Esa imagen de mujeres sin cabeza. Sin brazos. Cuerpos fragmentados
de mujeres. La Tímida-Intrépida tendría una historia que contar: La de
las niñas que llegan fragmentadas a su cuerpo de mujer. Le hubiera
gustado quedarse niña para siempre. Pero no es dado, un mero asunto de
biología. No es dado. No quisiera entrar en detalles. ¿Por qué es la
víctima quien siente vergüenza mientras el agresor se placea? Parecería
una constante.
El tío Ernesto es un héroe de las más dignas causas, ya les dije.
¿Acaso nadie sabe? Los que saben se callan. La Tímida-Intrépida,
colecciona maniquíes sin brazos, ni piernas, ni pies, ni cabeza. Nunca
se preguntó por qué, hasta que una amiga le dijo: “¿Por qué coleccionas
mujeres sin cabeza?”
“No sé, porque las miro y me encariño. Me conmueven. Son maniquíes,
no mujeres. Me gusta conversar con ellas”. “Oh”, que la otra le
respondió. Cuando una buena amiga dice nada más: “Oh”, una sabe que el
asunto es serio y hay algo allí que tiene que escuchar muy de cerca. A
una no siempre le gusta escuchar/escucharse muy de cerca.
El vigilante de esa sala de Bellas Artes le dice que se levante, por
favor, no es posible, ni deseable, ni aceptable que permanezca sentada
en flor de loto frente a la “jaula” de Bourgeois, y menísimos que luego
se tienda en el piso como si estuviera desmayada. “Es que estoy
desmayada”. Es muy difícil el oficio de vigilante de museos. Tanta
inmovilidad. “Pero cómo va a estar desmayada si me habla”. “Mi tío
Ernesto, ¿sabe usted? Mi tío Ernesto. Me voy a tatuar. Aquí”. Y la
mujer coloca la mano sobre el principio de sus senos. “Me voy a tatuar
aquí algo tan hermoso, que invente, recupere y redefina mi cuerpo”.
“Qué bonito, señorita, como usted dice, redefina su cuerpo, pero yo
tengo familia y no pertenezco al sindicato, me van a despedir por las
anomalías de su conducta improcedente”. El Tímido-Tímido que ya paseó a
su perro Absoluto y llegó hasta Bellas Artes, escucha un tono que
reconoce y voltea: Es la misma mujer frente a la pintura de Leonora
Carrington. Esos cabellos desenfrenados, ese mismo body negro
que termina en faldas de colores, vaporosas y extrañas. “Como de
brujita”, se dice. No gime, por esta vez, sólo se hace bolita (ya a
esas alturas) junto a una jaula de Louise Bourgeois.
El Tímido-Tímido avanza hacia ella, la toma de la mano despacito, la
jala, la ayuda a sentarse. Se miran a los ojos. Esta es ya la segunda
vez que se miran a los ojos, la jala tantito más fuerte hasta que se
pone de pie. La Tímida-Intrépida se sacude la falda, lo mira directo a
los ojos, y con un movimiento de cabeza le da las gracias. Corría un
sábado de diciembre del 2013.
La Tímida-Intrépida no puede ignorar –por despistada que sea– que
ese hombre que la jaló de la mano y “la puso en pie” es el mismo del
Museo de Arte Moderno. Se emociona. No demasiadísimo porque a los
hombres les tiene miedo. Un miedo que reconoce absurdo e irracional. Un
miedo oscuro que sabe, en su generalización, muy injusto.
Escribió en su diario: “Ese hombre, el de los ojos azules y casi
extranjeros llegó junto a mí. Lo primero que vi fueron sus zapatos. Me
conmueven los zapatos de las personas, me fijo muchísimo en los zapatos
que eligen, en qué hacen con sus pies, sobre todo cuando se olvidan de
que alguien los observa. Traía unos zapatotes de suela ancha, como si
estuviera preparado para caminar el mundo. Zapatos nómadas”.
Él escribió en su diario: “La gemidora del Museo de Arte Moderno
yacía en el piso de la sala, como si no hubiera nada más natural y más
urgente que hacer en la vida, sino yacer en el piso frío de una sala en
Bellas Artes. Le explicó al vigilante de la sala –entre otras cosas–
que está a la búsqueda de “El punto supremo”, ese del que escribió
Breton. Le decía: “Señor vigilante, ¿y si usted fuera un chaman sin
saberlo? Algunas personas aplaudieron porque creyeron que era un
performance organizado por el museo. “Lo real y lo imaginario, el
pasado y el futuro dejan de concebirse contradictoriamente”.
La tercera ocasión en que sus miradas se cruzaron
Bellas Artes. Un sábado de septiembre del 2014. “En esto ver
aquello. Octavio Paz y el arte”. En la sala de ese maravilloso torso de
la India. Se reconocieron sin dirigirse la palabra. Caminaron el uno
junto al otro sin dirigirse la palabra. “Es un destino, un llamado del
Absoluto del Amor… que no existe”, escribió él en su diario a pesar de
que a la salida la dejó perderse entre la multitud que caminaba hacia
la calle Madero. “El mudito de los zapatotes estaba allí”, escribió
ella en el suyo.
“Estaba allí y frente al torso femenino –bellísimo– de la India,
extendió la mano, y me ofreció un caracol que sacó de la bolsa de su
chamarra azul. ¿Qué hombre extraño se pasea con caracoles en las
bolsas? ¿Traerá más de un caracol en la bolsa? Sentí mariposas en el
estómago y a la altura del pecho. Me retiré las sandalias y de mis pies
salieron volando cantidad de mariposas”.
Y sin embargo, ella salió casi corriendo de Bellas Artes para
perderse en la multitud que caminaba hacia la calle Madero. Corrió como
sólo saben hacerlo las cobardes. Como corren quienes buscan “El punto
supremo”, con la inconsciente (meticulosa) voluntad de no encontrarlo.
Corrió como quien no quiere tocar una piel que de todas maneras, ya
está tocando.
Después fue a su placita preferida y bailó con los Concheros. Bailó
como si las conchas tan pesadas en los tobillos la volvieran ligera.
Bailó como si con toda esa energía pudiera lograr dos objetivos:
Confiar algún día, y liberar al hermoso Caballito de la plaza de su
jaula de la ignominia. Un señor “restauró” el Caballito y lo arruinó,
lo dejó de un color verdoso y extraño. Así sucede, con eso de
“restaurar”. Te pueden dejar verdosa y extraña.
Él se fue derechito al bar Gante (para la gente elegante, dice su
publicidad) y se tomó al hilo una sopa de pollo y tres cervezas
heladas. Se dejaron ir, ¿se dan cuenta? Por el momento, no pudieron
hacer nada más, sino dejarse ir. Él escribió en su diario dos días
después: “Estaba allí, como supuse”. El resto de las páginas de ambos
diarios están en blanco.
El próximo sábado, es sábado.
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