El titular del Ejecutivo, Enrique Peña Nieto. Foto: Octavio Gómez |
MÉXICO,
D.F. (apro).- Durante la misma semana que se conoció la fuga de Joaquín
‘El Chapo’ Guzmán, el gobierno federal vivió otro tremendo fracaso: la
adjudicación de sólo 14% de los campos petroleros que serán abiertos a
la inversión privada. La Secretaría de Hacienda pronosticó recibir 18
mil millones de dólares de la Ronda Uno y sólo obtendrá 2 mil 600
millones de dólares de inversiones.
De golpe, los dos principales operadores del gobierno de Enrique
Peña Nieto quedaron exhibidos a nivel internacional en menos de una
semana: su secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, a
quien no pocos dentro del primer círculo peñista han querido golpear,
pero que ante la fuga de Guzmán Loera quedó doblemente exhibido, y su
secretario de Hacienda, Luis Videgaray, que desde la disminución de los
precios internacionales del petróleo no ha tenido ningún acierto, ahora
humillado frente al pésimo estreno de la “madre de todas las reformas”,
la energética.
En pocas palabras, Peña Nieto ingresa al segundo tramo de su sexenio
debilitado, sin modificar un ápice su política de “control de daños”
que, desde Ayotzinapa hasta la fuga del Chapo, pasando por los
escándalos inmobiliarios de la Casa Blanca y anexas, sólo ha agrandado
el túnel de su gobierno. Nadie ve con claridad una luz al final de ese
tobogán.
En la tradición del sistema político mexicano, el primer mandatario
ingresa al segundo tramo de su sexenio colocando a las piezas claves de
su propia sucesión y guardándose las cartas más fuertes. La tradición
del “tapado” murió con el antiguo modelo hegemónico del PRI en el 2000,
y las nuevas reglas no acaban de escribirse cuando el gobierno federal
pasa por una severa crisis de legitimidad, de mando y de imagen.
El exceso en el cuidado de la imagen llevó a Peña Nieto y a su
equipo a inmolarse en una serie de respuestas tardías frente a las
crisis. Peña Nieto y su gobierno tardaron 10 días en responder al
desafío de la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa; más de
una semana en dar su propia versión del escándalo de la Casa Blanca que
se la endilgó a su esposa, Angélica Rivera, con el consecuente declive
de La Gaviota; y otra semana dilató en afirmar que nada gana con hacer
“corajes” frente a la fuga de Guzmán Loera.
Nadie le pedía que demostrara furia, sino eficacia y responsabilidad.
Cuando el primer mandatario falla, deben entrar a operar sus dos
principales guardianes: el responsable de la política interior y el de
la política económica.
Sin embargo, en el estilo personal del Grupo Atlacomulco de gobernar
nadie asume responsabilidades, todos son omisos, y se encubren frente a
la nueva máxima de Bucareli: “las crisis son para enfrentarlas, no para
renunciar”.
Jesús Silva Herzog Márquez, en su artículo del periódico Reforma,
“De Responsabilidad Política” planteó el dilema del gobierno peñista de
una manera muy clara:
“Sé que hablar de responsabilidad política es hablar un idioma
incomprensible para el grupo gobernante. No se pide cárcel para Osorio,
se pide desempleo.
“En un gobierno donde no hay funcionario que asuma las consecuencias
de su torpeza es la cabeza la que aparece débil, vulnerable,
dependiente. Cuando los funcionarios permanecen en sus puestos a pesar
de mostrarse ostentosamente incompetentes, es el jefe quien merece el
reproche”.
En el camino de la incompetencia, el peñismo está cerrándose su propia válvula de escape y de sucesión.
Quien aún juegue a las quinielas sucesorias, el tablero está
completamente alterado: ni Osorio Chong ni Videgaray cuentan en estos
momentos con la fuerza, el carisma o las redes necesarias para
convencer que habrá una continuidad del peñismo.
El resto del gabinete se encuentra fracturado, confrontado y
receloso ante la falta de señales claras: en Sedesol, la titular
Rosario Robles, organiza el festejo del cumpleaños de Peña Nieto en
Guerrero, pero siente que puede ser relevada en cualquier momento para
darle cabida a Osorio Chong; en la Secretaría de Economía, el titular
Ildefonso Guajardo anda como zombie; en la SEP, Emilio Chuayfett, se
mantiene al mando “llueva o truene”, a pesar del descrédito frente a
una reforma educativa mal planteada y operada; en la cancillería, se
especula en cada momento la salida del titular José Antonio Meade para
irse a la embajada mexicana en Washington o quedarse a organizar giras
multitudinarias sin resolver la crisis de relaciones con Estados Unidos
y El Vaticano; en Sagarpa, su titular Enrique Martínez, está más
preocupado por sus múltiples negocios y su posible llegada a la
dirigencia nacional del PRI; en la secretaría del Trabajo, Navarrete
Prida mantiene un bajo perfil, y en la Secretaría de Comunicaciones y
Transportes, Ruiz Esparza, sobrevive a los propios audioescándalos que
le tienen preparados.
El estilo Atlacomulco de dejar en los segundos puestos de mando a
gente cercana al peñismo (subsecretarios, directores generales y
coordinadores) también ha minado la posibilidad de que cada titular del
gabinete pueda desplegar sus propias habilidades y responsabilidades.
En los círculos de la clase política priista la inquietud por la
falta de certeza en los próximos años ya comenzó a generar lo que
siempre ocurre en los sistemas cerrados y autoritarios: golpes bajos,
rumores y alianzas de sobrevivencia.
En ese túnel se encuentra el peñismo y la fuga del Chapo sólo
aceleró lo que antes ya era una constante: el descontrol de los daños.
Twitter: @JenaroVillamil
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