Carlos Bonfil
La Jornada
Fotograma de Dulzura americana, cuarto largometraje
de la actriz y realizadora británica Andrea Arnold
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Dulzura americana (American honey, 2016), cuarto largometraje de la actriz y realizadora británica Andrea Arnold (Fish tank,
2009), translada a Estados Unidos su habitual escrutinio de los
comportamientos y manías de jóvenes inadaptados sociales. Con un guión
propio y con el ímpetu de explorar, en un road movie estrafalario, las vastas zonas de desempleo y pobreza en el midwest
estadunidense, precisamente las regiones que sintiéndose desfavorecidas
e ignoradas por las élites del poder en Washington inclinaron sus
preferencias electorales hacia los extremos del conservadurismo.
Como señala con perspicacia Pamela Hutchinson en la revista Sight and Sound (noviembre, 2016), a diferencia de road movies tan emblemáticos como Busco mi destino (Easy rider, Dennis Hopper, 1969), lo que ahora explora Dulzura americana no
es el rechazo y huida juvenil del sueño americano, sino justamente lo
contrario: la asimilación al mismo por medio del engaño y el cinismo
como estrategias de supervivencia social.
Cuando la joven texana Star (Sasha Lane, estupenda) conoce en un
supermercado al simpático y fanfarrón aventurero Jake (Shia LaBoeuf),
decide abandonar su hogar y un precario empleo para seguirlo a él y a su
banda de vendedores ambulantes de suscripciones a revistas en un
recorrido por los lugares más inhóspitos del llamado cinturón bíblico
estadunidense. Seducida primero por el desenfado lúdico y la libertad
sexual de los parias juveniles que ahora son su familia de elección,
paulatinamente se deja ganar por el desencanto y el hastío al ver el
modo amoral en que todos ellos abusan del candor y credulidad de sus
clientes ocasionales, o el modo en que ella misma se ha vuelto cómplice
de esa conducta, y finalmente al entrar en contacto directo con las
realidades más patéticas de ese lado oscuro del sueño americano.
Como en una serie de viñetas contrastadas, se refieren sus diversas
visitas a puntos de ese territorio: a un hogar sumido en el abandono,
donde dos niños conviven con una madre drogadicta que semeja ya un
fantasma; o a la lujosa mansión campestre donde un grupo de ancianos
bebedores de mezcal procuran congeniar con la joven vendedora sin
adivinar las consecuencias desastrosas del intento; o a su melancólica
travesía a bordo de una camioneta con el hombre maduro que, con ánimo
paternal, busca olvidar a lado suyo su soledad y sus rutinas de viajero.
El recorrido es largo (casi tres horas en pantalla), salpicado con
una selección musical formidable, y con momentos de gran lirismo en la
fotografía de Robbie Ryan, pero lo esencial del relato es el registro de
la inocencia de la joven Star, quien en definitiva elige el bando de
los auténticos desheredados sociales y rechaza con fuerza la
insensibilidad y abulia de sus jóvenes compañeros de viaje. Una revuelta
intimista muy a contracorriente del ánimo socarrón y cínico que hoy
prevalece en amplios sectores de esa Unión Americana.
En un registro distinto, el primer largometraje como director del actor británico Ewan Mc Gregor, El fin del sueño americano (American pastoral, 2016),
basado en la novela homónima de Philip Roth, captura a su vez las
desventuras de otro tipo de inocencia, esta vez la del protagonista
Seymour, el Sueco (el propio Mac Gregor), hombre de negocios
que, en la Nueva Jersey de los años 60, y en una época de activismo
juvenil izquierdista y violentos conflictos raciales, asiste perplejo al
agrio radicalismo político de Merry, su hija adolescente. Las
certidumbres morales del padre exitoso y liberal, dueño de una fábrica
cuyo personal es mayoritariamente negro, se resquebrajan penosamente al
no poder lidiar ni dialogar con la hija intransigente que ha elegido el
terrorismo como única vía de ventilar su rabia en contra de un sistema
del cual es, muy a pesar suyo, un miembro privilegiado. El frenesí
verbal de Merry se da en irónico contraste con su condición congénita de
tartamuda. Cuando la joven participa en un atentado con explosivos, su
espíritu iconoclasta se transforma en una conducta criminal, y de ahí
sigue un desvarío total que arrastra también a su familia. Philip Roth
plasma con maestría esta visión ácida de la sociedad estadunidense y sus
contradicciones morales, en tanto un Ewan Mc Gregor, fascinado y
apabullado tal vez por un material tan perturbador, lo transforma en un
melodrama social ciertamente interesante, pero de intensidad muy baja y
con derivaciones harto convencionales.
Si estas dos propuestas fílmicas no convencieran al lector, siempre
podrá hoy disfrutar, de nuevo o por primera vez, del sarcasmo muy
visionario de Stanley Kubrick en Doctor Insólito o cómo aprendí a no preocuparme y amar la bomba (Dr. Strangelove…, 1964). En materia de dulzuras americanas, sigue habiendo material de sobra en la Cineteca Nacional y en la cartelera.
Twitter: @Carlos.Bonfil1
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