Cienfuegos y Peña. Homenaje al Ejército en el Senado. Foto: Xinhua / Pedro Mera |
Ya desde Apatzingán (1814: art. 160) se hacía este planteamiento. El
Acta Constitutiva de la Federación de 1824 (art. 16) fijó la redacción
actual. El único cambio ha sido (2004) agregar la obligación
presidencial de preservar la “seguridad nacional” según ley expedida por
el Congreso, con el fin de dar cobertura jurídica al CISEN y a la
“inteligencia” gubernamental, pero se dejó igual el resto de la fracción
VI del artículo 89 de la Carta Magna.
Si durante casi 200 años no ha sido necesario hacer una
interpretación del término “seguridad interior”, ¿qué lo requiere ahora?
El gobierno y los militares están viendo esa fracción VI como si ahí
estuviera una facultad conferida a las fuerzas armadas, pero eso no es
verdadero. Lo que tal precepto establece es una obligación del
Presidente de la República de usar la fuerza armada para la seguridad
interior de la Federación es decir, del poder constituido en el país,
frente a rebeliones armadas. Aquí se encuentra una de las dos funciones
del Ejército y la Armada: defender al poder, impedir su derrocamiento
violento. La otra es rechazar una agresión extranjera, tal como el mismo
precepto constitucional lo refiere bajo el término de “defensa
exterior”.
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¿Para
qué hacer una ley que convierta al Ejército y la Armada en cuerpos
policiales? Pues para otorgarles facultades que no tiene la policía y
que serían contrarias a los derechos fundamentales y sus garantías,
establecidas en la Carta Magna. Eso es lo que se busca.
El fracaso del gobierno se ha convertido en ocasión para otorgar a
las fuerzas armadas las prerrogativas que éstas han estado exigiendo,
tales como retención de detenidos, intervención de comunicaciones,
acceso a datos protegidos, detenciones sin orden judicial, etcétera. Es
la “guerra” que fuera declarada por Calderón. Sin embargo, la crisis de
violencia que padecemos es otro fenómeno.
Bajo un Estado de derecho el gobierno no puede declarar la guerra a
sus propios ciudadanos que no están levantados en armas, sino que frente
a la violencia debe otorgar garantías a todos para que la ley se cumpla
y se logre defender a la sociedad, en especial la vida de las personas.
La idea de esa falsa guerra es tan odiosa porque atenta contra los
derechos humanos.
Calderón pidió al Congreso allanamientos y detenciones sin orden de
juez. “La chota en tu casa”, le llamé entonces. La Cámara de Diputados
ya las había aprobado cuando en el Senado ocurrió un milagro el día de
su discusión y el precepto regresó a San Lázaro donde finalmente se
declaró rechazado. Ahora lo está planteando el PRI, con el recíproco
apoyo del PAN, bajo el pretexto de que los militares ya que no están de
acuerdo en seguir siendo policías si no se les garantiza impunidad.
Lo ha dicho a su modo el general secretario, Salvador Cienfuegos. Él
afirmó que los militares podrían preferir ser acusados de desobediencia a
tener que enfrentar procesos por delitos relacionados con violación de
derechos humanos. Dijo que les podía salir más barato. Es decir, que por
cumplir órdenes se atropellan derechos. Pero entonces la solución
debería consistir en que no se emitieran órdenes contrarias a la ley y
se respetara a los seres humanos. Nada más elemental bajo un Estado de
derecho.
El proyecto del PRI para otorgar preeminencia inconstitucional a los
militares debería transmutarse en una reforma para instaurar en las
leyes el protocolo de relación entre militares y población civil como ya
lo había intentado la Armada de México. Tlatlaya es el paradigma de
ejecuciones de “rebeldes” que aun en la guerra están absolutamente
prohibidas.
Al mismo tiempo, el artículo 129 constitucional señala que en tiempo
de paz la autoridad militar no puede ejercer más funciones que las
militares. En México no hay guerra interior ni con el exterior. El mismo
jefe del Ejército admite que no están actuando como soldados y, por
tanto, se encuentran al margen de la Constitución, pero pide una ley que
resuelva el problema. Pues no, no se puede. Se tendría que hacer una
subversión de la Carta Magna para inventar una institución que fuera, al
mismo tiempo, policía y ejército, pero además al margen del respeto de
los derechos de la gente. En esto último estriba en realidad el mayor
problema.
Habría sin embargo una solución aunque diferente a la que se pide
ahora. Debería revisarse la última minuta sobre el tema, enviada por el
Senado a la Cámara e ilegalmente congelada por ésta, pues nunca se votó
en San Lázaro debido a la inconformidad de los militares y de Calderón.
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