Para la libertad
El súbito fortalecimiento del debate sobre el papel del ejército en
las calles, se da en el ocaso de uno de los años más violentos de la
recién cumplida década de guerra contra el crimen organizado, pero de
ninguna forma empezó por la exigencia del General Cienfuegos, ni con las
iniciativas presentadas por Roberto Gil Zuarth en el Senado y César
Camacho en la Cámara de Diputados. Las organizaciones de la sociedad
civil y las víctimas de la violencia han recorrido un camino muy largo
en los últimos años en la búsqueda de controles y contrapesos
democráticos al uso arbitrario de la fuerza, pero ni lo documentado en
casos tan emblemáticos como Tlatlaya y Ayotzinapa, han logrado la
atención del Congreso como el golpe en la mesa del General.
Nunca respondió Enrique Peña Nieto con tanta celeridad y compromiso con el tema como el pasado lunes
al otorgarle la razón al General que lo acusó a él y a los tres poderes
de la unión como lo hizo. Cienfuegos acusó al Poder Judicial de no
saber implementar la reforma penal para mantener en la cárcel a los
delincuentes, al Legislativo por mantener un marco legal indebido para
el papel de las fuerzas armadas y al Ejecutivo, por mantenerlos
inconstitucionalmente en las calles, pues los diez años de la guerra
contra la delincuencia organizada vienen de una orden ineludible del
comandante supremo de las fuerzas armadas y no de una estrategia
integral, como se ha evidenciado desde hace años.
La inmediatez y torpeza del presidente en su respuesta, concediendo
la razón al General “a pesar del contexto”, Dibujan con claridad su
tamaño frente a la institución que comanda. A la mente vienen todos los
episodios en los que Peña no ha demostrado ser el Comandante Supremo
ante situaciones tan delicadas como, por ejemplo, cuando el Grupo
Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) nombrado por la
CIDH para coadyuvar en las investigaciones del caso Ayotzinapa, solicitó
entrevistar al batallón 27 de Iguala y la resistencia, hasta mediática,
del General para colaborar con una obligación adquirida por el Estado
Mexicano.
Como si viera que la institución presidencial tambalea hasta en el
Congreso mismo, el General actúa motu proprio, primero preparando el
terreno en ambas cámaras (pues sería iluso pensar que las iniciativas
presentadas por Gil y Camacho en las cámaras no tienen la pluma
castrense en cada exceso propuesto) y luego, cuando llegaron las
resistencias, al protagonizar la defensa de una ley que, ha de pensar,
el presidente no puede liderar. Así, el General no apela a un debate
nacional donde puedan participar todos los sectores que deberían
hacerlo, mientras dos poderes de la unión se encogen de brazos y acatan
la orden.
Nadie puede negar que es necesario actualizar el marco legal con el que actúa el ejército,
pero hacerlo sin poner el centro del debate la necesidad de contar con
controles democráticos y contrapesos, concediéndole facultades que ha
tomado por la fuerza y de las cuales derivan violaciones graves a los
derechos humanos, aleja a la propia institución de un fin legítimo por
uno tan mezquino como lograr impunidad y lavar una imagen contaminada
por evidencias tan espeluznantes como el hecho de ser considerado el
ejército más letal del mundo al matar a ocho personas por cada una que
hiere.
También se debe reconocer que al interior de la propia institución
castrense, existen víctimas de la decisión de mantenerlos en labores de
seguridad pública. Por años, miembros del ejército han visto la creación
de grupos de élite, como la Gendarmería, dotados de presupuesto y
prerrogativas que, en muchas ocasiones, ni los militares poseen.
Tampoco pueden hacerse de lado episodios como la emboscada del pasado
30 de septiembre en Culiacán, que ejemplifica la colusión de las fuerza
policiacas locales con el crimen organizado; pero si permitimos que la
solución sea legalizar lo normalizado, lejos estaremos del
fortalecimiento que necesitan las policías y las fiscalías, para que
sean éstas quienes puedan garantizar la seguridad ciudadana.
La Ley Cienfuegos está en el horno y el debate que llegará tan pronto
como el 2017, no puede empezar con absolutos: Ni el ejército debe
permanecer en las calles con una ley que legitime su excesos, ni el
retorno a los cuarteles debe darse en una sola orden. Por eso, el
Congreso debe hacer lo que no fue capaz de atender con responsabilidad
cuando la CIDH y el Alto Comisionado de las Naciones Unidas recomendaron
a México, y pensar en el retorno paulatino de las Fuerzas Armadas, de
tareas ajenas a su naturaleza. Van 200 mil muertos tarde.
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