León Bendesky
La información sobre el
comportamiento de la economía se basa en una amplia serie de indicadores
que se producen de manera recurrente: producción, inflación, empleo,
salarios, gasto (consumo e inversión), tasas de interés, cotizaciones
bursátiles y más.
Esto ocasiona una determinada interpretación sobre tal desempeño,
misma que aparentemente debería ser útil para tomar decisiones de
diversa naturaleza en el mercado. También, para orientar las políticas
públicas. Y digo aparentemente puesto que esa información y esas
decisiones ocurren en el marco de la incertidumbre.
Se trata de una información codificada, es decir, que formula un
mensaje mediante ciertas reglas de significado. Pero en esencia cumple
el papel de un tipo de información semántica, y quienes la reciben no
necesariamente comparten ese código. Por eso tiene más utilidad
(verdadera o supuesta) para unos pocos que creen que pueden descifrarla y
así actúan, lo que en muchas ocasiones provoca un resultado distinto
del deseado.
El caso es que esta forma de generar, presentar y usar los datos se
ha vuelto demasiado convencional y repetitiva, las fuentes de esa
información son cuestionables y, aun así, se comparte como si fuese una
expresión admisible de la realidad.
De manera periódica se constatan las fluctuaciones que ocurren en las
variables y los procesos; a partir de eso se definen las tendencias y
los expertos ofrecen sus conclusiones, que suelen ser cambiantes en el
corto plazo. Ciertamente, ese plazo ha tendido a contraerse, como
indican, por ejemplo, las secuelas de las decisiones en materia
monetaria, comercial y hasta migratoria que se toman en Washington.
Del largo plazo es poco lo que se puede decir. En ese caso sucede
aquello que los evolucionistas describen como ingeniería o deducción
inversa; se interpretan los sucesos pasados como si fueran una buena
guía de lo que ocurrirá después. Este asunto se exhibió de manera
flagrante en la crisis financiera de 2008 y la manera es que quedaron
expuestas las redes de la deuda hipotecaria y la especulación exuberante
alentada desde Wall Street con la anuencia de la Reserva Federal y el
Tesoro.
Toda la cuestión de la información codificada y su trasmisión
semántica se complica, sin duda, cuando esta información, en sí misma
parcial e inadecuada, se cuestiona desde el gobierno. Éste, siendo el
que la produce preferentemente, invalida así el código al decir que
tiene otros datos, deslegitima la información y provoca aún más
incertidumbre. La situación tiende en la dirección de un acto de fe.
Para la mayoría de la población, los datos que se hacen públicos son
de relevancia muy limitada en cuanto a la utilidad para guiar su
comportamiento y tomar decisiones sobre el flujo de ingresos que reciben
y los gastos que realizan. Esto, más bien, se impone por el entramado
de las condiciones sociales prevalecientes.
Según los datos de la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo (ENOE),
actualmente existen poco más de 54 millones de personas ocupadas formal
e informalmente, y más de la mitad tiene ingresos mensuales que apenas
rebasan 6 mil pesos (La Jornada, 7 de julio, 2019). Esa es una
de las magnitudes del severo problema económico del país que, con las
medidas actuales, se está consolidando.
Recientemente el Presidente hizo un recuento de las acciones que ha
emprendido para combatir la corrupción, orientar el gasto público y
provocar inversiones de infraestructura. Constituyen una reafirmación de
los objetivos que persigue su gobierno.
En esa ocasión señaló que la economía no está en recesión, pero que
debe crecer más. Lo primero se sustenta en definiciones técnicas, y lo
segundo es una cuestión evidente. Sobre esto y en materia de
inversiones, destacó la corriente de los recursos extranjeros del primer
trimestre del año y el compromiso hecho con los grandes empresarios
para acrecentar el flujo interno.
El marco general de la economía es el de una significativa
desaceleración de la actividad productiva y del empleo formal. Esto ha
sido inducido por la política pública en materia de gasto y por la
repercusión de diversas decisiones que alteraron eso que se denomina
como el estado de las expectativas de quienes invierten. Cabe preguntar
si la estrategia que se aplica justifica los costos en que se está
incurriendo en materia de crecimiento. El tiempo transcurre de prisa.
Van siete meses de ejercicio de esta administración (en términos
prácticos ha pasado ya un año). Luego habrá que pagar necesariamente el
costo más alto de una recuperación sobre bases más débiles.
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